Cómo les parece que me vi en Netflix por estos días Marley y yo, una película del 2008, de esas comerciales que me fascinan, pero que me recordó que mi vida ha estado siempre acompañada de perros… sí, de esos y de los otros también, aunque bien pocos y -faltaba más- dedicarles una línea más.
Protagonizada por Owen Wilson y Jennifer Aniston, se trata de la compra de Marley, un perro labrador que llega a la vida de esta pareja de recién casados, hace todas las travesuras posibles y pasa su vida con ellos como miembro de familia. Véanla si les gusta ese tipo de cintas con mascotas protagonistas; terminé llorando.
Apenas terminó, comencé a recordar a los perros de mi vida. Llamé a mis hermanos, sacamos la lista y comenzamos a reírnos con nostalgia. El primero, y del que no nos acordamos mucho porque estábamos muy chiquitos, fue Dominó, un perro blanco y negro -no Dálmata- que vivió con nosotros en el Armero que se llevó el volcán nevado del Ruiz, en el Tolima. Dominó ladró tanto una noche que mi papá se levantó y cuando se dio cuenta, estaba enfrentando a una serpiente venenosa pequeña que se había entrado a nuestro cuarto, el de mi hermana y el mío. Nos salvó porque entre Dominó y mi papá la sacaron de la casa.
Después llegó Top, un chau chau blanco, hermoso, que se fue con nosotros a vivir a Boyacá y nos acompañó muchas veces a coger musgo (en esa época era permitido), a ir a la quebrada a jugar con barro, a saltar tapia pisada y a corretear ovejas. Como todos los perros blancos de esa época, entró a la lista de los muchos que fueron bautizados como el detergente “del otro mundo”.
Al poco tiempo de llegar a Bucaramanga, mi papá nos trajo de Bogotá a uno de los más memorables: ¡Ringo! Un pastor alemán puro, también con nombre de la época, infinitamente inteligente. Era entrenado por la policía y tenía la cadera flaca porque en un operativo le dieron un tiro unos delincuentes, duró enyesado y colgado tres meses, y se recuperó, pero fue dado de baja para nuestra fortuna y la de nuestros amigos de la cuadra. Jugaba fútbol, carreras y me fascinaba ver su astucia jugando a las escondidas como cualquiera de nosotros. Se agachaba, caminaba con sigilo, miraba hasta por debajo del carro para ver para dónde cogía. De nuestra infancia, el favorito sin duda alguna, con Bandido II.
Para aliviar nuestro dolor por la muerte de Ringo, arribó Katia, una gosque a la que se le anularon las vacunas (mal aplicadas) y le dio rabia. Mordió al lechero, al de las gaseosas, hasta al pobre cura Heberto… ¡a todo el mundo! Durante nueve días nos chuzaron el ombligo para que no nos enfermáramos. Después de este histórico episodio llegó Bandido I, que solo duró tres meses. La empleada del servicio de la época lo regaló porque no le gustaban los perros, lo supimos después; era mío y lo lloré muchos días, hasta que mi papá nuevamente nos sorprendió con Bandido II, un recontra requete gosque (parecía un murciélago blanco), pero era muuuy pilo, muy especial. Corría turnando las patas traseras muy chistoso, como cuando uno corría feliz en el colegio; no sé si logro transmitirles la forma, pero era como salto de doble vez cada pata. Bandido estuvo perdido tres meses y regresó. Pasaba las calles como ninguno, con parada en el separador, miraba para lado y lado a ver si venían carros; se subía al bus cuando yo iba para el colegio y bajarlo era todo un lío, se subía en la pierna de la visita -ya saben- y su comodidad superaba a cualquiera de los perros finos que habíamos tenido. Mi papá decía que si él quería saber dónde estaba mi mamá, solo tenía que ver al frente de qué casa estaba Bandido para encontrarla. Se adoraron con mi mamá. Ese fue el perro de ella, no lo dudo.
Podría seguir hablándoles de Cafú, labrador negro; Romeo, un pointer inglés; Chaplin, un beagle limón; el adorable Apolo, un Golden Retriever que me robaron: Lorenzo, un labrador café hermoso que adoptamos; los traviesos Jack Russell Carla y Maverick que hoy viven felices en Medellín, y mi adoración de hoy: mi perra Kishu (en japonés significa “conocedor de su mente”), una Akita americana a la que adoro igual que en su momento a Ringo. Mi esposo dice que “acompaña más que un tiple” y es cierto. Está conmigo hasta cuando estoy grabando los capítulos de Cocina con Gracia y me calienta los pies mientras transmito mi programa de radio En Blu Jeans, tal como soñé algún día.
Marley y yo termina con este texto que les quiero compartir:
Un perro no necesita autos lujosos, grandes casas o ropa de diseñador… una vara estará bien para él.
A un perro no le importa si eres rico o pobre, listo o torpe, inteligente o tonto. Dale tu corazón y él te dará el suyo.
¿De cuántas personas podrías decir eso?
¿Cuántas personas podrían hacerte sentir único, auténtico y especial?
¿Cuántas personas podrían hacerte sentir extraordinario?
Sé que no estoy diciendo nada nuevo, pero también sé que es necesario recordarlo.