A lo largo de la campaña presidencial de 2018, un sonriente y artificialmente envejecido Iván Duque se dedicó a engañar a la ciudadanía, algo habitual en los políticos, pero bastante novedoso en un candidato que nunca en su vida había hecho campaña para sí mismo (en 2014 llegó al Senado en una lista cerrada). Entre el amplio rosario de falsas promesas resaltan las que presentó como los “pilares de su reforma política”: la reducción del Congreso; la instauración del modelo de listas cerradas; y el endurecimiento en los requisitos para ser congresista.
Dada la naturaleza restrictiva y poco modernizante de nuestra clase política tradicional, la reducción de la Cámara y el Senado, así como la imposición de la lista cerrada, dos promesas habituales en el uribismo (que vuelven a emerger con Zuluaga y Cabal), nacieron muertas. Para modificar la composición del Congreso; es decir, para alterar el sistema nervioso central de las élites regionales que se asocian cual cardumen parasitario en los pasillos del Capitolio, se requiere de la activación de las fuerzas históricas, casi que un movimiento telúrico en el campo social que muy pocas veces se ha visto en el país (como lo fue la constituyente en 1990 o la reforma política de 2003).
Sin embargo, tras el ventarrón de su posesión, Duque priorizó la reforma política en su agenda legislativa y la presentó a las pocas semanas. Muy rápido y sin tender puentes con los tres actores claves en la aprobación de una reforma de ese nivel: los partidos, la academia y la sociedad civil. A lo sumo, la entonces ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, tan convencida de la efectividad del “teorema Carrasquilla” (el mismo que reza que un presidente que saca 10 millones de votos tiene 100 días para hacer lo que quiera), no vio problema en dinamitar esos puentes.
El resultado no pudo ser más patético, la reforma fracasó —como Nancy Patricia en el Ministerio— y hoy nadie la recuerda.
El fracaso de esa reforma se ajusta a las proporciones de una crónica de un hundimiento anunciado; no obstante, no carecía de incentivos, tanto para el gobierno como para el conjunto de los partidos. Por un lado, presentó dos huesos duros de roer: la creación de un Senado Regional y la adopción de las listas cerradas (al menos lo intentó, dirán algunos); y por el otro, entregaba un botellón de mermelada al proponer la creación de una versión 2.0 de los recordados auxilios parlamentarios, un artículo le entregaba a los ilustres “padres de la patria” el manejo de una quinta parte del presupuesto nacional de inversión ¡Así es, la legalización de la mermelada!
Pero los incentivos fueron débiles, los partidos no le caminaron a Duque o se tomaron en serio los alcances de la reforma (se hundió en el cuarto debate). El gobierno tampoco insistió y al cierre de esa legislatura, más bien puso “todos los huevos” en la primera reforma tributaria de Carrasquilla. Fue un fracaso estruendoso que a la postre le terminaría costando el Ministerio a Nancy Patricia Gutiérrez (pero rápidamente sería nombrada en una alta consejería). El gobierno también perdió el impulso inicial, ya que los siguientes titulares en el Ministerio del Interior, Alicia Arango y Daniel Palacios, no insistieron en el tema.
Creería que su hundimiento se explica desde una serie de factores; entre ellos: no se garantizó un apoyo mayoritario entre los partidos de gobierno e independientes previo a su radicación; no había muchos ministros que fungieran como correas de trasmisión entre los partidos y el gobierno (Duque andaba rebelado con la mermelada); el articulado no fue socializado con la academia o sectores de la sociedad civil; y su trámite se desprende de una agenda legislativa caótica y descoordinada.
Pero, sin duda, la principal condición explicativa para analizar su hundimiento se encuentra en la negativa de la clase política tradicional para autorreformarse, para modernizar el sistema político, para democratizar la vida interna de los partidos o para alterar un sistema político que han confeccionado a la medida de sus intereses.
Ya es claro que Duque incumplió, ni se redujo el Congreso, se cerraron las listas, se modificaron los requisitos para ser congresista o se limitaron los periodos en las corporaciones públicas. El sistema político sigue siendo igual o peor, más permeado por el clientelismo, la corrupción y el nepotismo. Con una consulta anticorrupción desconocida y un Código Electoral que de facto le otorgara más poder al registrador y en muchos escenarios, pone un manto de duda sobre la transparencia del proceso electoral.
Como para variar, la reforma política es otro gran fracaso del presidente más impopular desde que existen registros.