Anhelar retornar a la normalidad, no es lo deseable. Ese anhelo, entendido como el regreso a lo mismo de antes, trivializa la experiencia de la incertidumbre en la que nos sumió la pandemia. Con “experiencia” me refiero al privilegio de estar aprendiendo a soportar la angustia de lo incierto, frente a lo que antes parecía tan evidentemente venidero; al privilegio de obligarnos a reflexionar, sobre la marcha del presente, acerca de todo aquello que se debe y puede transformar, y de manera urgente.
No obstante, la "nueva normalidad" no es “nueva” por adoptar medidas de bioseguridad, porque ¿dónde quedaría lo “nuevo” cuando la pandemia no sea más? Por eso hay que decir que lo “nuevo” debe ser, en verdad, nuevo. Esto es, otorgar el sentido que implica hablar de otra cosa, y reconocer que la nueva normalidad no puede ser lo mismo de antes. Para que lo nuevo sea, se deben producir transformaciones que nos conduzcan hasta los más insospechados cambios.
Incluso, sabido es que muchas transformaciones son producto de las crisis; pero ¿desde cuándo una crisis, como la que produjo la pandemia, no nos agobiaba para comprender, desde la experiencia propiamente vivida, que somos nosotros mismos quienes detonamos esos cambios? Y es aquí donde ya no hablamos de lugares comunes.
Es aquí donde deben germinar ideas, disertar y consensuar para provocar a plazos los cambios posibles a que haya lugar. Así, ya no sólo se hablará de los cambios de la experiencia de hace tantos años en tal o cual aspecto social o institucional, sino, también, de lo que nosotros, ante nuestra propia angustia, somos capaces como sociedad de plantearnos conjuntamente para transformar.
Pensemos, por ejemplo, en la educación institucionalizada. Por mi parte, considero que para que haya cambios en esta educación, se deben considerar los espacios de enseñanza y aprendizaje, y esto implica transformar la estructura de las instituciones. Empíricamente, son visibles las inequidades en educación al interior de las instituciones, y en las aulas, cuando se homogeniza un mismo método para la heterogeneidad de seres humanos en procesos de formación.
En ese sentido me pregunto, si en el marco de la alternancia esa reducida cantidad de estudiantes que han asistido de manera presencial ¿no puede ser un modelo para asumir, más adelante, un piloto y disminuir, progresiva, pero permanentemente, la cantidad de estudiantes por aula en las instituciones educativas públicas y privadas? Postular esto puede parecer tirarle piedras a la luna, pero porque interroga la normalidad, el statu quo.
“Disminuir”, aquí, no quiere decir privilegiar unos sobre otros, sino, más bien, otorgar el derecho a la educación con espacios dignos, para democratizar los métodos de enseñanza y aprendizaje ante “la inevitable heterogeneidad en las clases”. Y esto empieza dentro de las aulas, cuando éstas no son más un espacio de cantidades homogéneas, sino de dignidades, espacios donde convergen seres humanos heterogéneos en proceso de formación.
En otras palabras, apunta a erradicar el hacinamiento en las aulas, empezando por resignificar el uso de los espacios de enseñanza y aprendizaje, el espacio diverso de las heterogeneidades, con el objetivo de garantizar una verdadera educación de calidad.
Finalmente, esto implica, por un lado, descentralizar la educación, modernizar, ampliar, abrir más y mejores establecimientos educativos públicos y privados, y contratar más educadores. Por otro, pondría fin al hacinamiento en las aulas, mejoraría la ventilación y dignificaría el desarrollo de estudiantes. En definitiva, implica la obligatoriedad de invertir más recursos en educación. Y si me cuestionan sobre el coste, deberíamos preguntarnos, primero, si se calculó cuán costoso nos saldría tener que confinarnos.