Samuel fue hijo de la desigualdad y la miseria del Chocó colombiano. No conoció la pureza de las aguas más allá de lo cristalino de las lágrimas que recubrían sus ojos al comprender que el líquido turbio y sucio que salía del grifo era lo único que podía beber. Aprendió de biología cuando su estómago rugió incontrolablemente por hambre y malestar durante semanas. Su deporte favorito era correr del fuego cruzado entre el Estado y los grupos armados ilegales para salvarse. Únicamente sabía contar hasta veinte, por eso hace muchos años perdió la cuenta de los golpes que la vida le dio. Sin embargo, se conformaba con la belleza de las estrellas, los cantos de los gallos al amanecer y el recuerdo de las mariposas amarillas que solo vio cuando el señor Gabriel lo visitó.
No dejó de soñar. Anhelaba crecer, cambiar, mejorar; no hubo oportunidad. Su mayor aprendizaje fue el abandono estatal. Su unívoca respuesta, el resentimiento social. Subversión que se apoderó de Samuel sin intervención de su propia voluntad y que alias Fabián y alias Carlitos se propusieron explotar. Sin darse cuenta, cambió el morral con cuadernos y lápices que nunca tuvo por un bolso lleno de armas y suministros que doblaban su peso. Dejó de vestir harapos manchados de tierra para apropiarse del camuflado que lo confundía entre la maliciosa jungla. El dolor y la necesidad expulsaron cualquier solución racional. Forzadamente, formó parte de un grupo armado ilegal.
Para un menor es imposible pensar como adulto. No puedo exigirle a un niño o a una niña que piensen exactamente como yo –y menos porque me equivoco constantemente–. Empero, para Iván y Diego, dos niños privilegiados de la alta sociedad, tercos y egocéntricos como nadie más, tal premisa era incierta. Sesgados, pensaron en Samuel como una máquina de guerra. No como una víctima más de la incapacidad gubernamental y el poco ilustrado fenómeno insurgente de la izquierda latinoamericana. De tal suerte, para ellos, un objetivo militar válido para atacar; cuán enemigo que acribillar.
Samuel nunca volvió a jugar. Sus tardes con Fabián y Carlitos –infructíferas y maliciosas– fueron clausuradas por Diego e Iván con dos explosivos que fulminaron sus utópicos sueños y frustradas realidades. No importaron los derechos humanos ni el derecho internacional humanitario. Importó más el afán de demostrar “seguridad democrática”. No una solución democrática.
Y no, Diego, no solo el grupo ilegal tuvo la culpa. Usted e Iván también son totalmente responsables al dar la orden de bombardear. No se oculte detrás de excusas baratas –como la de que no hay sentencias condenatorias sobre el reclutamiento forzado a menores de edad–. Ya el tercer macro-caso de la JEP se encargará de clasificar los hechos de las malintencionadas Farc-EP. Tampoco se escabulla Iván. Aun con regordetes cachetes puede escuchar: ¿la información de inteligencia no fue suficiente para establecer que había menores en el campamento militar?, ¿qué hizo usted para que esos menores no tuvieran que estar ahí?, ¿dónde estaba cuando la docente de DDHH y DIH explicaba que un menor nunca podrá ser un objetivo militar?, ¿recuerda que Colombia suscribió tratados internacionales para la protección de niños, niñas y adolescentes?, ¿también se le olvidó el Código de Infancia y Adolescencia o solo unos cuantos artículos de la carta política?
En realidad, los únicos inocentes fueron los niños, las niñas y adolescentes que han abatido en su brutal juego de aparente poder y supremacía. Lo más triste es que no es la primera ni última vez que pasará; lastimosamente, la horrible noche no cesará.