Corruptos y mafiosos

Corruptos y mafiosos

En el país, la reciente seguidilla de escándalos relacionados con el enriquecimiento personal a costillas de dineros públicos ha causado polémica. ¿Qué está pasando?

Por: Lilia Solano
octubre 07, 2021
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Corruptos y mafiosos
Foto: Leonel Cordero

Ya sabemos lo que sucede cuando a una mentira se le da publicidad constante. El resultante Efecto Ilusorio de Verdad, que se identificó hace medio siglo mediante estudios adelantados por las universidades, ha tenido impactos desastrosos en la vida nacional en Colombia. Hace poco recordamos uno de esos resultados: la negativa por parte de la ciudadanía a respaldar los acuerdos en La Habana. La mentira sobre la que se articuló la movilización a favor del No en el plebiscito afianzó en el imaginario colectivo lo que ya otra mentira repetida había instalado: la posibilidad de que Colombia se volviera una Venezuela. Castrochavismo, marxismo cultural, ideología de género son algunas de las etiquetas que permiten la reiteración de lo falso. La repetición es un principio del aprendizaje. Lo anterior tan solo muestra que la repetición debe ser matizada. El diccionario de APA, la Asociación Estadounidense de Psicología, advierte que la repetición no debe masificarse, esto es, que debe aplicarse a grupos reducidos o a individuos y que debe haber espacios entre una instancia de repetición y otra. De no ser así, el efecto ya no sería de aprendizaje, sino de adormecimiento de los sentidos.

Es una interpretación que nos permite llegar al punto de la presente columna, el de la acción de corruptos y mafiosos en Colombia. Según el diccionario, mafioso es un grupo organizado que trata de defender sus intereses sin escrúpulos. En Colombia a un escándalo de corrupción le sigue otro aún peor, que no ha terminado de taladrar la comprensión general cuando es ya eclipsado por otro más que lo supera. Cada escándalo es una bomba que niebla la percepción, y antes que la percepción se pueda reponer del golpe, recibe otro aún más ensordecedor. La obnubilación afecta igualmente de manera negativa la fuerza moral de individuos y colectivos. Las detonaciones posteriores de bombas escandalosas ya no provocan reacciones. De la indignación se pasa a la resignación. Así, un mal de magnitudes brutales pasa al reino de lo naturalmente establecido. Se acepta que la administración pública consiste en un frente de acción para el enriquecimiento personal y de los grupos más cercanos, que incluye diferentes mafias del narcotráfico y del sector financiero. 

Es así como llegamos a uno de los casos más recientes, justo antes de las revelaciones de denunciados en Pandora Papers, que muestra cómo los paraísos fiscales son usados para cometer toda suerte de delitos, como el lavado de dinero, la corrupción y la evasión de impuestos. Otro robo, el de la exministra, revelara que otro alto funcionario, Emilio Tapia, que debería estar pagando cárcel por robos anteriores, no solo andaba por ahí de oficina en oficina, sino que también era una ficha clave del delito cometido por la exministra. Ahí no más, en una oración gramatical, hay escándalos de dimensiones colosales. 

El tema ahora es el que condujo a la condena del antiguo hombre fuerte del uribismo, Luis Alfredo Ramos. No obstante que las investigaciones en su contra son tan antiguas como lo que va corrido del siglo XXI, Ramos siguió paseándose por las altas tarimas de la política nacional, influyendo así, de manera directa, en la ejecución de políticas, mayormente de seguridad, que hoy llenan de sangre al país. Hasta hace poco, se había presentado como gerente de la empresa electoral que condujo a Iván Duque Márquez a la presidencia.

Un lustro nada más de prisión es una condena muy pequeña ante la magnitud de su violación a órdenes constitucionales, derechos fundamentales de personas y comunidades y conspiraciones para apropiarse de los bienes públicos. Es posible que su apelación (hoy en curso) conduzca a una reducción sustancial de ese tiempo de condena. Lo que se espera es que, así se mantenga en firme el castigo, las condiciones de su vida en prisión serán tan apacibles como las de su vida en libertad. Se supone que las autoridades judiciales adelantan investigaciones, vigilan el debido proceso, defienden la inocencia del culpable mientras no se demuestre lo contrario, y pronuncian sentencias fundadas en el derecho sin atender a sus propias persuasiones ideológicas y políticas. Con todo, la acción de esas autoridades también le envía a la ciudadanía mensajes de confianza por cuanto se asume que se está procediendo de manera tal que se garantiza la seguridad allí donde la seguridad se fortalece: en el respeto a la norma, la vigencia de la ley.

La condena a Ramos al cabo de una dilatada operación judicial se da en el contexto de tantas otras evidencias de corrupción y sus consabidos escándalos con sentencias tan inútiles que es difícil no aceptar la lección que ha ganado mayor fuerza durante esta era Duque Márquez: que violentar la ley sí paga. Ramos es uno más que se valió de la violencia armada, el atropello a campesinos y ciudadanos inermes, el saqueo del tesoro público para enriquecerse. Su condena hoy parece, antes bien, un premio. Que es la misma sensación que nos dejó la sentencia en contra de Andrés Felipe Arias. La misma que se comprobó en el caso de Tapias, el sentenciado que en lugar de guardar prisión anduvo lucrándose de los robos de la exministra Abudinen. No en vano el sentir general es que a esta exfuncionaria le espera, al menos, una embajada, en el peor de los casos.

Como sello del adormecimiento producido por la verdad repetida, vinieron los nombres de los expresidentes Andrés Pastrana, César Gaviria, el exalcalde de Bogotá Enrique Peñalosa, la vicepresidenta y canciller Marta Lucía Ramírez, un caballero director de la entidad encargada de recaudar impuestos Lisandro Junco Riveira y Luis Carlos Sarmiento Angulo, entre otras luminarias del bestiario nacional. Ellos realzan el cartel de Pandora Papers. Sin que nada les llegue a ocurrir. La letanía de la corrupción amenaza con instalar cual si fuera verdad un chiste que hoy circula en Twitter: “El pobre es pobre porque paga impuestos”.

 

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