Cuando el funcionario me llamó, sus palabras resultaron ser en extremo desalentadoras y ciertamente decepcionantes. El hombre, quien tenía a su cargo la tarea de adelantar los trámites para vincularme a la nueva universidad, me decía que el pago por desarrollar todo un curso de su nuevo programa de Derecho a distancia sería una cifra ligeramente superior a la del salario mínimo, esta sería pagada solo durante dos lacónicos meses; además, no ostentaría la condición de docente, y cobraría solo al final y una vez concluido el trabajo.
Pero lo peor de todo era que el contrato se haría bajo la modalidad de prestación de servicios, esa humillante figura en la que uno tiene todas las obligaciones de cualquier trabajador, aunque por obra de una ficción jurídica neoliberal se carece de cualquier derecho laboral, esto es, una reedición del deleznable sistema esclavista de antaño, pero en el que los onerosos grilletes son cargados de manera voluntaria y la degradación debe ser ocultada por el ánimo de supervivencia e indignidad que obliga al trabajador a aceptar los peores vejámenes para maquillarlos con esa fútil y ridícula obligación del optimismo colectivo.
Salí a caminar con el propósito de pensar en la opresiva situación por la que atravieso, fui a conversar con una amiga, al calor de un tinto estéril. Ella me increpaba con dureza, me decía que debía aceptar las condiciones impuestas, que eso era mejor que nada, que ante la pervivencia de las condiciones de precariedad que lastro carezco por tanto de cualquier aspiración, y por tal, debería aceptar mi destino con dignidad y dejar así de cuestionar el orden establecido. Con todo, me señalaba que la defensa de los principios es el óbice para asegurar el ostracismo social y laboral y que mi condición de fracaso era, por tanto, mi plena y entera responsabilidad.
Mi último trabajo en la Alcaldía resultó ser un desastre, no solo por lo enrevesado y precario de las funciones de una entidad que tiene por objeto brindar asistencia en condiciones paupérrimas y miserables a las poblaciones más marginadas de la ciudad, sino porque estas instituciones tienen a la abrumadora mayoría de trabajadores adscritos en la modalidad de prestación de servicios, lo que convierte a la fuerza laboral en una masa acrítica, dócil y renuente a reclamar cualquier derecho mediante la organización y la lucha sindical, aun cuando las cuentas demoran varios meses en ser pagadas, las condiciones de trabajo son indignas y debe guardarse silencio ante los abusos continuos.
Desde la imposición del modelo neoliberal y su enrevesado mosaico de normas de desregulación laboral en nuestro país, las cosas para los profesionales graduados bajo la égida de ese modelo de flexibilización del marco de protección al trabajo se han transformado en una pesadilla. Pareciese que este estado de cosas estuviese pensado para que quienes sean más funcionales y acríticos sean también quienes tienen las mejores posibilidades de acoplarse a las formas de trabajo de un mundo económicamente desvencijado que se erige como una única y terrible alternativa.
Recuerdo como Álvaro Salóm Becerra hacía una premonitoria advertencia en su magistral novela: Un tal Bernabé Bernal, narración en la que una situación dolorosamente similar golpeaba con mucha dureza la vida de un hombre bogotano de clase trabajadora, de estela mental brillante, en extremo culto y, sobre todo, prevalido de una honestidad proverbial con la que se enfrentaba a la irrupción del contubernio que establecieron las élites liberal y conservadora, en el cual la repartija equitativa de la administración del Estado arrojaba por entonces a miles de trabajadores de sus puestos a la calle si estos no optaban por alguna de las filiaciones políticas tradicionales y no asumían, con ello, la defensa de alguno de los dos trapos en las múltiples y arregladas jornadas proselitistas que tuvieron su haber en los tres lustros de pervivencia del inicuo frente nacional.
Luego de conversar con mi amiga y asistir a la infructuosa reunión de un amigo que quiere vincularme a su campaña al Senado, siempre con una vaga promesa de trabajo para asesoría y servicios profesionales en materia electoral, decidí regresar a mi casa sin que esa posibilidad resultase en algo concreto. Caminado por la carrera 11 hacia el paradero de buses de la calle 97, pensaba en todas las obligaciones vencidas y en los reclamos airados y altisonantes de mis acreedores; pensaba en lo frustrante que hubo de ser no reunir el dinero para sustentar mi tesis de maestría, en el pronto pago de los empréstitos que ya habían hecho tránsito a las agencias de cobro coactivo; pensaba con dolor en el pronto deceso de mi gata Policarpa, quien, agobiada por un mal terminal, concluiría sus días sin que mis exiguos ingresos le permitieran unos momentos finales más sosegados y felices, puesto que es una muestra de la cruda realidad que los animales notan el ánimo decaído, la frustración y los sueños derruidos de quienes les cuidamos.
Mientras veía un mensaje sentado en la banca a la espera mi bus, que se demoraba como de costumbre, de manera repentina y muy silenciosa descendió un hombre de una motocicleta. Este era de estatura media, se acercó con su casco blanco y rojo enarboló un puñal y tomó con fuerza mi teléfono. Entretanto, no forcejeé ante lo inútil de pelear por algo tan prosaico como un celular, el hombre subió a la moto y los sujetos arrancaron a toda marcha, y ahí quedé, solo, triste, humillado, abatido, sin empleo, y ahora sin teléfono.
La verdad resultó un alivio prescindir del acoso de las deudas por un par de días, pero también perdí la música que me acompañaba en las largas jordanas que paso con el rostro pegado a la ventana de un bus en mis periplos en busca de empleo, lo cual es uno de los pocos momentos de tranquilidad y sosiego que disfruto en medio del estrés que produce el fracaso y la desesperación.
Durante el trayecto a casa, pensaba si era solo la estructura del mundo contemporáneo la que estaba detrás del oscuro panorama de precariedad que afronto cada día con menos esperanza y fe de cambio. Pienso, como decía mi amiga y con ella todo el acervo ideológico que pulula en las redes sociales y en la nueva fraseología y literatura de motivación, que la culpa surge como parte de mi responsabilidad individual, que las decisiones particulares que he tomado a lo largo de mi vida son las causantes de este horrible escenario. Pienso cada vez con mayor certeza que soy un profesional precario y mediocre, siento que no tengo la disciplina suficiente, que no he leído ni la mitad de los libros que tengo, que los cuentos y poemas que he escrito son precarios, genéricos, farragosos, carentes de sensibilidad y, sobre todo, desprovistos de originalidad y por tal de valor literario auténtico.
Este debate ha carcomido las muchas horas de insomnio en las que la lucha continúa entre la estructura económica, política y social del mundo contemporáneo se enfrenta al sinuoso terreno de la responsabilidad individual que no puedo dejar de ubicar como causa última de este clima de insatisfacción personal que cada día se profundiza y parece no cambiar. Si la vida no tiene un mínimo marco de dignidad, si no hay nada significativo por lo que luchar, si la existencia individual no puede alterar así sea un poco el carácter oneroso y opresivo de la realidad estructural del mundo y la época en que nos tocó vivir, es entonces más claro que la propia existencia es cada día menos necesaria, y, por tanto, completamente irrelevante.