Casanare y la educación en la época de la independencia

Casanare y la educación en la época de la independencia

En la época de la independencia el gobernador de la provincia de Casanare reglamentó un novedoso método de enseñanza. ¿En qué consistía y por qué revisarlo?

Por: Juan Carlos Niño Niño
septiembre 07, 2021
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Casanare y la educación en la época de la independencia
Foto: Museo Nacional de Colombia / Jesús María Zamora

Un reto nada fácil adelantó el historiador triniteño Delfín Rivera Salcedo al construir ni más ni menos la ponencia 'La reforma educativa de Santander y su implementación en los Llanos de Casanare', que fue aplaudida en el Congreso de Historia Conmemorativo de la Villa del Rosario, que se adelantó a finales de agosto en la sede de la Universidad de Pamplona en la Villa del Rosario de Cúcuta y en la Casa Museo del General Santander, en donde se celebró los 200 años del Congreso Constituyente que sentó las bases del Estado colombiano (con la participación de 21 provincias de la Audiencia de Santafé y de la Capitanía general de Venezuela) y que se convertiría entonces en la primera sesión o perIodo del ahora Congreso de la República.

Esta conmemoración se reviste de vital importancia porque participaron 12 academias de historia, incluidas la Academia Colombia de Historia, Academia Boyacense de Historia, Academia de Historia de Ocaña, la Academia Santanderista de Colombia y la Academia Antioqueña de Historia, como también la triniteña Academia de Historia Ramón Nonato Pérez (que preside Delfín Rivera), el Ministerio de Cultura, el Consejo de Estado y el Banco de la República, entre otros.

La ponencia de Delfín Rivera inicia con una alusión fascinante y a la vez desconocida para este columnista, en donde se establece como primer antecedente de la educación en Casanare: “los símbolos y las cuentas” de tribus indígenas como Achaguas, Guahibos y Pautos, que “incluía el conocimiento de la naturaleza con sus cambios climáticos, el estudio de los astros, el aprendizaje de los oficios de caza y pesca, recolección de frutos y religión”, alrededor de las deidades Casanari y Guayguerry, “que aún perviven en la memoria de los casanareños” y que sin duda supera a la enclenque y vacía educación actual, porque la ancestral casanareña estaba conectada de manera maravillosa con las circunstancias y necesidades de nuestra geografía, y como la ha venido retomando instituciones de educación superior tan importantes como Unitrópico en Yopal.

El ponente Rivera asegura más adelante que en la Conquista y la Colonia “fueron la iglesia y la herrería los primeros salones de clase de los casanareños”, en donde el idioma español se enseñó con manuales de gramática en lenguas Guahiba, Sáliba y Achagua, como también “el manejo de los machetes”, manualidades, y “las primeras oraciones y música”, que en otras palabras son las conocidas “misiones jesuitas”, que a opinión de este columnista abriría la vieja discusión si fue “culturización” o más bien “desculturización”, o cómo se podría llamar valerse de una lengua ancestral para enseñar la lengua ibérica, que trajo una incursión española bastante cuestionable, que para muchos no fue una “conquista” sino una “invasión”, pero será otro tema para que el historiador triniteño nos entregue en una ponencia o conversatorio su diagnóstico técnico y acertado sobre el mismo.

El ponente señala además que la educación en Casanare tenía un importante énfasis en formación musical, entendida ahora como una estrategia evangelizadora de los jesuitas, porque en el año 1711 la población de Támara tenía 1500 indígenas, y se contaba con “una escuela en donde los niños aprendían las primeras letras, así como música e interpretación de instrumentos musicales”; y en 1765, el gobernador de la provincia de Santiago de las Atalayas menciona una escuela no solo para aprender a leer y escribir, sino también en el canto y la interpretación de instrumentos musicales, específicamente “en los pueblos de Manare, Casanare, Tame, Macaguane, Betoyes, Casimena, Surimena (Guanapalo) y Macuco”.

Ese posicionamiento de la educación jesuita en los Llanos –supone este columnista– se vendría a afectar a finales del siglo XIX con el ascenso al poder del rey Carlos III de España, un déspota ilustrado que impulso la separación del Estado-Iglesia, y se complementa con lo que nos explica Delfín Rivera en la ponencia, sobre una reforma a la educación en la Nueva Granada, impulsada entonces por “el fiscal Francisco Moreno y Escandón, la Expedición Botánica y la Revolución de los Comuneros”, en donde se propone “el estudio de las matemáticas, el álgebra, la geometría y la trigonometría”, como también “el método experimental en la ciencia natural, la crítica al método escolástico y el método de la crítica textual”.

Entonces, Rivera concluye con acierto que con la expulsión de los jesuitas, la educación en las ciudades del virreinato y en provincias alejadas como Casanare, decayó de manera notable y alarmante, aun cuando el Virrey Pedro Messía de la Zerda buscó infructuosamente “fundar una universidad nacional y reformar el plan de estudios”, pero de todos modos el historiador triniteño considera que se avanzó en la educación con “la innovación en el curso de matemáticas y astronomía” y la enseñanza de José Celestino Mutis a sus alumnos que “la Tierra giraba alrededor del sol”.

Una vez alcanzada la independencia, se sanciona la ley que establecía un nuevo sistema escolar que hace énfasis en la propuesta de Santander en implementar el “plan de escuelas lancasterianas”, que consiste en que la enseñanza se adelantaba con tutores o profesores secundarios (incluidos los mismos alumnos) que ayudaban al titular, lo que supone este columnista vendría a agilizar y diversificar los métodos de aprendizaje en la Nueva Granada, que se viene a complementar (como lo anota el ponente) con la decisión en 1821 del Congreso Constituyente de Villa del Rosario de Cúcuta, en el sentido de darle “carácter público a la educación, especialmente en los primero niveles de enseñanza, con una nueva metodología”  que pasa “del sistema escolástico de enseñanza a la ilustración”.

La propuesta de Santander –explica Rivera– abolía la educación tradicional o casuístico y daba paso a un modelo peripatético, que en interpretación de este columnista se encaminaba al modelo científico, que se basa en hipótesis-comprobación, o lo que anota nuestro historiador triniteño en el sentido de “estructurar una sociedad que aportara en el campo de la economía política como espacio fundamental para el desarrollo de la nación”.

Esta innovación educativa fue reglamentada en 1823 por el gobernador de la Provincia de Casanare, Salvador Camacho Roldán Naranjo –Padre del presidente Salvador Camacho Roldán– quien estableció escuelas en este municipio y en Cravo, Pore, Santiago, Morcote, Villa de Arauca y en las parroquias de Trinidad, Ten, Surimena, Casimena, Labranzagrande, Paya, Pisba, Betoyes, Macaguane, Manare, Tame, Taguana, Zapatosa y Chámeza, que “utilizaron un método común de lectura y escritura que se pagaron con recursos de la nación y la provincia”.

Aunque se supone que el nuevo método fue implementado sin problemas en Casanare, el ponente Delfín Rivera (acorde con su compromiso de contar las diferentes versiones de la historia) advierte que en 1824 una gaceta de Colombia se refiere a la implementación en esta región de escuelas en las parroquias, “lo que indica que en Casanare no se implementó el método Lancasteriano, sino que se continuó enseñando con el método común, esto es el método escolástico”.

Lo único cierto es que en Colombia se implementó finalmente un sistema de educación conceptual –plantea este columnista– casi de memoria, sin dar elementos de análisis y discusión a sus alumnos, y que vendría a replantearse solo con la promulgación de la Constitución de 1991, aunque conviene de todos modos  reivindicar el aporte estructural y avanzando de Santander, al que muchas veces se le pretende asociar con el carácter conformista y leguleyo de este país, y que de manera contundente desmintió el historiador Germán Riaño, con su libro El gran calumniado, réplica a la leyenda negra de Santander.

Coletilla: La ponencia de Delfín Rivera Salcedo es sin duda un talentoso y excepcional aporte a la historia de Casanare y el país, como lo vienen adelantando un sinnúmero de investigadores del departamento –que aun con las profundas diferencias que puedan tener entre sí–  trabajan a diario por configurar y delimitar nuestro patrimonio histórico-cultural, que lamentablemente no tiene cabida en la idiosincrasia de la mayoría de los gobernantes, que están más interesados en los suculentos y rentables contratos de cemento.

 

 

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