Los días de Jineth Bedoya como reportera en la peligrosa cárcel Modelo

Los días de Jineth Bedoya como reportera en la peligrosa cárcel Modelo

Su trabajo como periodista narrado por Yezid Arteta, desató la ira de los paramilitares que ordenaron secuestrarla y violarla. Finalmente, alias El Panadero fue identificado como coautor y deberá enfrentar el juicio que le definirá su condena

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octubre 01, 2014
Los días de Jineth Bedoya como reportera en la peligrosa cárcel Modelo
Fotos: archivo ElEspectador.com / Documentalcreativo.edu.es

El caso de la periodista fue declarado como crimen de lesa humanidad por la Fiscalía y ya comienza el juicio contra el paramilitar Mario Jaimes Mejía, conocido como el panadero quien fue uno de los coautores del secuestro y violación de la periodista a la salida de la cárcel La Modelo el 25 de mayo del año 2000. Jineth conoció a Yesid Arteta en la cárcel, un exguerrillero de las Frac que posteriormente fue gestor de paz del gobierno de Álvaro Uribe, y quien recordó en propias palabras los días en los que la conoció en lo que el mismo denomino la cárcel más peligrosa del mundo.

Este es el relato narrado por Yezid Arteta Dávila:

A finales de  los noventa la manzana más peligrosa del mundo se encontraba en el cruce de la carrera 56 con la calle 17, en el puro nervio industrial de Bogotá, un sector más conocido como “Puente Aranda”. Rodeada de enormes bodegas fabriles, rieles y chatarra de lo que fue la Empresa Nacional de Ferrocarriles, depósitos de combustibles y chimeneas humeantes que asemejan a mástiles de barcos, se halla desde hace más de medio siglo la Cárcel Nacional Modelo, el lugar donde diariamente sacaban cadáveres de reclusos con la misma naturalidad con la que se tiraban a la calle las bolsas repletas de basura.

 La Prensa, el emblemático diario nicaragüense del asesinado Pedro Joaquín Chamorro, publicó en el 2001 una extensa crónica relacionada con ex piloto sandinista capturado y acusado en Colombia del secuestro de una aeronave. Recluido en la Cárcel Modelo, el ex piloto narró al autor del reportaje las más espeluznantes historias de crímenes sucedidas dentro del penal. El periodista consideraba como una verdadera “proeza humana” el hecho de que su compatriota hubiera podido sobrevivir 5 años, 9 meses y 24 días en aquel lugar donde la sangre corría con similar abundancia a la derramada sobre una piedra de sacrificios. En los mismos términos – la cárcel más peligrosa del planeta – se refería un corresponsal del periódico El Mundo de España a propósito de un reportaje a un grupo de “mulas” de la Península que purgaban condenas en el pabellón tercero de La Modelo.

Ha transcurrido una década desde aquella espantosa noche del 27 de abril, cuando un grupo de demonios metidos en igual número de pellejos humanos ejecutaron una carnicería que cobró la vida a una treintena de sus propios camaradas de presidio. Tal cómo si el tiempo apremiara, los autores de la matanza llevaron a cabo en tan sólo unas horas lo que la naturaleza demora años en hacer y demostraron de paso que, en aquel tiempo, el precio de la vida en la cárcel La Modelo había llegado a un angustioso índice de devaluación. Un preso podía concluir una comunicación telefónica con sus familiares diciéndoles que se encontraba sano y salvo, y segundos después moría cosido a balazos o víctima de una cuchillada plena contra el corazón.

Es la hora dónde todavía me pregunto cómo fue posible que una mujer menuda y de ademanes alegres pudiera entrar y salir de aquel santuario de terror al que los espíritus más temerarios evitaban. Eso fue lo que hizo Jineth Bedoya por espacio de horas, días y meses: plantar cara a la desolación y la muerte. Allí iba no sólo para ganarse la vida como reportera judicial de una popular cadena radial bogotana sino también para averiguar qué había más allá del rostro patibulario de un avieso criminal o en la indigente mirada de un simple raponero de la calle.

La vez que conocí a Jineth, si mi memoria no me engaña, fue una tarde de mediados de agosto. Llevaba un poco más de 2 años detenido por el delito de rebelión y el juez sin rostro que sumariaba mi causa aún no había emitido la sentencia. Me encontraba en el cuarto piso del pabellón segundo observando desde uno de los pasillos que dan hacía la calle Industrial a unos chiquillos que elevaban sus cometas al viento. La brisa soplaba locamente, haciendo bambolear la ropa que colgábamos en las cuerdas para que pudiera secarse, cuando de repente se escuchó un alegato entre dos presos y luego un aullido seguido de un golpe estrepitoso. Maquinalmente volví la mirada hacia el interior del pasillo y distinguí a un hombre tendido en el suelo, rodeado de un pequeño grupo que intentaba auxiliarlo. Me acerqué hasta ellos y fue entonces cuando caí en cuenta que el hombre que estaba en el piso llevaba el torso desnudo y sangraba abundantemente por una herida que tenía a la altura de la clavícula. Alguien salió desde una de las celdas llevando consigo una cobija de lana, la tendió sobre el suelo y con mi ayuda colocamos al lesionado sobre ella. Junto a tres presos más agarramos las puntas de la cobija y levantando el peso del herido nos dirigimos por las escaleras abajo en dirección al dispensario del penal. La sangre emanada de la herida se filtraba por el tejido de lana y luego caía gota a gota sobre las desportilladas escalinatas, las mismas por donde habían trajinado a lo largo de cincuenta años los pies de millares de hombres que esgrimían sus extensos y terribles prontuarios tal como si fueran prestigiosas condecoraciones conseguidas en buena lid.

A trompicones llegamos con el herido hasta la reja que comunica el patio dos con el área de sanidad, la farmacia y la esclusa de la guardia interna del penal. La reja estaba flanqueada por un miembro de la guardia de prisiones sentado sobre una silla plástica y cuya misión era vigilar – junto con otro compañero que andaba tomando café en un ventorrillo administrado por un sindicado de sacrificar caballos para vender la carne como si fuera de vacuno –  a los 1700 reclusos del pabellón, una absurda tarea para dos estremecidos hombres, cuyas armas no eran sino el mero uniforme de servicio y el bolillo de dotación. El guardián abrió la reja sin preguntarnos siquiera qué había pasado. Para “permitirnos” seguir, sólo le bastó una mirada a vuelo de pájaro al herido, motivado más por la curiosidad que por la obligación emanada de su oficio, puesto que la experiencia le había enseñado que entre menos informes registrara en el libro de anotaciones, mayores posibilidades de reconocimiento obtendría de los centenares de reclusos. Al fin y al cabo, en aquel antro, su pedazo de vida no dependía tanto de su diligencia como guardián de prisiones sino por el contrario en la sagacidad que tuviera para transar con los delincuentes. La tolerancia con los bandidos le permitía al guardián obtener pequeñas cantidades de dinero por concepto de sobornos. Era plata constante y sonante que, adicionada a la paga del Estado, sumaba un ingreso “decoroso” que le permitía acabar el mes sin deudas en casa.

Con fuerza e insistencia golpeamos una de las puertas de la enfermería para que atendieran al compañero herido. Un hombre pequeño y rechoncho cubierto con una bata mugrienta que parecía un delantal de carnicero abrió la puerta. Sin mediar palabra entramos al consultorio y depositamos al lesionado sobre una camilla con forma de bandeja que, si poseyera el don de la palabra o la escritura, podría describir una interminable enciclopedia del terror. Con gesto malencarado el enfermero nos dijo que no podíamos estar dentro del consultorio y pidió que esperáramos afuera mientras él se encargaba de curar al herido

En el pasillo de espera del dispensario se encontraban varios reclusos sentados sobre los bancos de cemento y ningún guardián. Uno de ellos mostraba el rostro inflamado y amoratado, lo que hacía pensar en una paliza que le habían propinado uno o varios reclusos, vayan a saber por cuál razón. A su lado se encontraba un hombre flaco y amarillento que se quejaba de un terrible dolor de muelas que no le permitía conciliar el sueño. Renqueando de la pierna derecha, un chico que a duras penas tendría 18 años y cuyas trazas, no había dudas, eran las de un ratero de poca monta, caminaba de pared a pared mientras lanzaba diatribas contra un tal “Tribilín”, el jibaro[1] de un pasillo del pabellón cuarto, quien le había clavado la “puñalada turca”, es decir un cuchillada en la nalga como primera advertencia por no haberle pagado el domingo anterior el valor de las 5 papeletas de basuco[2] que se fumó en un santiamén. Rogaba el chico para que alguien de su familia lo visitara el sábado y le trajera algo de dinero para pagarle al jibaro a riesgo de que la siguiente puñalada trajera consigo efectos mortales.

Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue la presencia de una mujer joven, de baja estatura y dueña de unos ojos grandes y negros que daban la sensación de querer abarcarlo todo. Llevaba el cabello recogido con una cinta y sus manos sostenían un bloc mediano de hojas amarillas y un lapicero barato. Si no fuera por una enfermera que salió por una de las puertas del dispensario para decirme que la mujer que estaba en la sala de espera era una periodista, estoy seguro que hubiera quedado  convencido que se trataba de una estudiante de último grado de colegio. Aquel día Jineth Bedoya hacía su debut en laCárcel Nacional Modelo, y para empezar, las cosas no habían resultado tan mal, puesto que cinco heridos a cuchillo – dos de ellos graves –, amen de un recluso que fue incinerado en los calabozos de castigo, constituían cuantiosísima materia prima para llenar la sección de crónica roja de un tabloide o cubrir el espacio completo de un noticiero de radio. Todo aquello había sucedido en el espacio de tres horas.

Mientras el enfermero se encargaba de curar al herido la reportera se acercó a mí para indagar sobre el origen de la riña en el patio. Le contesté que no sabía y le sugerí que esperara un poco para que le preguntara directamente al lesionado por la herida, aunque le advertí que los prisioneros no son amigos de contar lo que sucede dentro de los patios, entre otras razones porque oír y no escuchar, ver y no observar, son algunos de los pilares más relevantes que no debe de perder de vista un preso si quiere sobrevivir en un submundo levantado sobre el filo de una navaja.

Por el gran flujo de sangre que vi brotar de la herida del compañero lastimado pensé que el asunto revestiría cierta gravedad, sin embargo, no había transcurrido más de 20 minutos desde el momento que lo dejamos en manos del enfermero cuando apareció caminando tranquilamente por el vano de la puerta por donde lo habíamos entrado, llevando un cigarrillo encendido entre los dedos de la mano izquierda y lanzando una voluta de humo por la boca. Lucía una aparatosa venda debajo del hombro y sobre el pecho se observaba lamparones de yodo y sangre reseca. Se acercó a mí y me dijo, gracias parcero. Le enseñé a la periodista y le comenté que ella quería preguntarle algunas cosas. En la sala de espera, sentados sobre uno de los bancos del rincón, empezamos a platicar a la bartola. Al principio “Pollo Crudo” – aquel era su apodo –  desconfió de las preguntas que Jineth le hizo a boca de jarro pero luego, cuando ella le mostró su sonrisa más dulce, tomó aliento y empezó a contarle quién era, de dónde venía y qué estaba pagando en aquel penal. Con el lapicero Jineth iba tomando nota en el cuaderno amarillo mientras yo escuchaba la manera atropellada como “Pollo Crudo” contaba su historia, su vida, la cual era muy similar a la sucedida con la de la mayoría de los hombres recluidos en La Modelo: humanidades forjadas a golpes de martillo. Individuos que los norteamericanos denominan como self made men. Jirones de vidas perdularias con los cuales se pueden escribir centenares de relatos o novelas de no ficción.

No sé si alguna vez Jineth escribió la historia de “Pollo Crudo”, pero de lo que si puedo dar fe es de la manera cómo logró ella ganarse la confianza de muchísimos reclusos que con los días dejaron de observarla como una mera reportera porque descubrieron que era muchísimo más que eso. Cuando los presos se dieron de cuenta que Jineth los sabía escuchar entonces fue cuando empezaron a contarle, sin prevención alguna, sus desgraciadas vidas. A veces creo que Jineth se olvidaba de su oficio de periodista y se mostraba más como el ser humano comprensivo que espontáneamente le brindaba al más miserable de los presos de La Modelo una  voz de aliento, un cuaderno, unos calcetines, una toalla, unos lápices de colores, una carcajada, una lagrima…

 Este es el testimonio de Jineth Bedoya meses después de su secuestro:

https://www.youtube.com/watch?v=NNmYBUR37q8

 

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