Lo humanitario tiene origen en las teorías y prácticas de los derechos humanos y éticamente los Estados y gobiernos que han construido socialmente una idea de ser humano tienen legitimidad para invocarlo como acción. Ser humanitario es tener sentido de humanidad, creer que todo ser humano vale lo mismo y hay disposición para apoyar su dignidad y sobre todo centrando la atención en los débiles, los vulnerables. El DIH llama a evitar el sufrimiento cumpliendo a cabalidad unas necesarias condiciones de neutralidad, imparcialidad e independencia operativa.
En Colombia lo humanitario hacia adentro aparece inexistente y si no aplica hacia adentro, prometerlo hacia afuera resulta cuestionable. Ocho millones de víctimas del conflicto, 5 millones en situación de migrantes en destierro, millones de marginados en situación de pobreza extrema y miseria, incontables Bronx con jóvenes expuestos a recibir y dar violencias. Así también, incontables son las víctimas de la desigualdad y las inequidades que se amplían, y tantos otros por fuera de estadísticas duerman como animales en alcantarillas, andenes, basureros, cárceles hacinadas. Sumados equivalen a cerca de la mitad de la población necesitada de una política de Estado de atención humanitaria con capacidad para atender la tragedia de desplazados, migrantes, exiliados, refugiados, que sufren, huyen, se esconden, migran.
Con el cambio del siglo XIX al XX llegó una ola de migrantes que se dedicó a comerciar y abrir economías ambulantes: eran árabes, judíos (sirio libaneses, palestinos, jordanos) que entraron con pasaporte turco, huían del reclutamiento otomano y la precariedad económica (Wabgou, M y Vargas, Migraciones Internacionales en Colombia 2012). Al tiempo llegaban gitanos, alemanes, franceses, italianos, británicos y jamaiquinos, hasta que a mediante del siglo el Decreto 1752 de septiembre de 1938, de corte nazi (firmado por E. Santos, C. Lozano y Lozano, C. Lleras Restrepo y L. López de Mesa), se prohibió la entrada de judíos al país y se estigmatizó y condenó su presencia.
Los partidos tradicionales, sus periódicos liberales y conservadores y la iglesia extendieron la idea de expulsar, limpiar de ratas, piojos y bacilos, como los señalaban en sus caricaturas, columnas y discursos grupos nazis y fascistas como los leopardos, los nacionalistas, las camisas negras (hoy equiparables a las gentes de bien y sus camisas blancas). Se calcula que con esta prohibición y sentencia de muerte, más de 15.000 solicitantes fueron asesinados en el Holocausto (Leal V, cuestión judía, EiHC, 2015).
Ese espíritu humanitario al comienzo y perverso al final, reafirmado por unas mismas élites que recibieron y luego vetaron migrantes, cambió desde mitad del siglo XX, y de país receptor de inmigrantes Colombia se convirtió en gran expulsor por razones políticas y de derechos. En el siglo XXI el Estado comunitario y la seguridad democrática del partido en el poder han jugado un papel destacado en la dualidad de posturas contrarias sobre lo humanitario. Adentro para su propia población se niega, pero ofrece “promesas humanitarias” hacia afuera, sin atender los principios mínimos.
Sin neutralidad empuja emigraciones en otros países; sin imparcialidad ofrece lecciones de respeto a los derechos humanos a otras naciones; sin neutralidad ni imparcialidad defiende como asunto de Estado la situación de 26 mercenarios magnicidas en país ajeno, y olvida sus 15.000 presos en cárceles del mundo, bajo la excusa de que los “héroes” reciben apenas dos comidas al día y un litro de agua (lo incomprensible es que adentro del país la mitad de la población come mal dos veces al día y más del 10 % de habitantes carece de agua potable) y sin independencia operativa ni interés soberano compromete una “gesta humanitaria” para afganos cooperantes del invasor de Afganistán.
Este último episodio de lo humanitario no encaja en el DIH. No llegará un sector vulnerable del pueblo afgano huyendo como desplazados, refugiados, exiliados o desterrados a la manera de quienes caen en manos de coyotes, paramilitares, mafiosos y esclavizadores. Vendrá una migración forzada, organizada por un tercero (USA), que condujo una guerra de invasión en territorio ajeno durante 20 años, con un saldo de más de 150.000 muertos, 40.000 de ellos civiles, más de un millón de desplazados y un pueblo entero devastado cultural, política, económica y socialmente. En esa guerra hubo participación directa de mercenarios colombianos (militares o ex), de la más alta formación a cargo de recursos del estado, cuyo trabajo militar era matar “enemigos difusos”.
Es una acción migratoria a la manera de una implantación de “gente extraída” para protegerla por el apoyo y lealtad al ejército de invasión. Y en paralelo, es un abuso contra la soberanía nacional por parte de Estados Unidos (o una orden acatada por el gobierno local). Como sea, Estados Unidos dice que mantendrá temporalmente en suelo colombiano a 4.000 afganos (¿familias, soldados, agentes de estado, funcionarios?). En cualquier caso, o quienes sean, tuvieron relación directa con el invasor, perdedor de una guerra de 20 años, que dejo hechos de barbarie e inevitablemente crímenes de lesa humanidad.
Los afganos en ruta representan un flujo de inmigrantes, para quienes no puede invocarse asilo, refugio, exilio, lo más parecido es una implantación de hecho. Comparable en su lógica, aunque contraria, a la tenebrosa cárcel de tortura y humillación de Guantánamo (para afganos acusados de terrorismo), sin ley e impuesta por el país protector aquí pero verdugo allá. Estados Unidos “pidió” un destino para sus protegidos, que quedarían en estado de migración forzada por su protector, sin explicaciones. Importante es no olvidar que los talibanes son afganos, con quienes el invasor pactó la salida de su territorio y prometió respeto por su gobierno y más allá de la validez de sus actuaciones, como fuerza de poder y vencedores de una guerra injusta y cruel, tienen vínculos con otros Estados y gobiernos.