Juan Pablo Montoya es el deportista más grande de la historia de este país, el problema es que nunca quiso hacer lobby ni le interesó demasiado lo que pudieran pensar de él. No se prestó para el show mediático. Lo de él siempre fue hacer las cosas a su modo, como quiso, romper paradigmas siendo el más grande de los corredores de autos que tuvo Colombia. Algunos periodistas incluso vivieron de lleno su mal genio y se tornaba peor la cosa cuando decidieron abordar sin ambagues su vida privada. Y cuando, a los 30 años, decidió cambiar de vida y ser feliz en Estados Unidos junto a su familia, alejándose de la Formula Uno, entonces lo hundieron de la peor manera: ignorando sus logros. Fue como si Juan Pablo Montoya se hubiera muerto en el 2006. Y nada que ver. Desde entonces no ha parado de conseguir hazañas para un deporte como el automovilismo tan poco popular en el país del Sagrado Corazón y de James Rodriguez.
Juan, a sus 46 años, sigue siendo un duro, uno de los corredores más respetados del automovilismo mundial. Su triunfo en Le Mans así lo confirma. Una estela que consigue titulares en todo el mundo menos en nuestro mezquino ambiente. Un país con periodistas tan aberrantes que fueron capaces de sabotear, por ejemplo, la exitosa gestión de Pekerman sólo porque no le daba entrevistas al autodenominado comentarista Número Uno del fútbol nacional.
Montoya es uno de los dos automovilistas que ganaron los más prestigiosos premios. Solo él y Nigell Mansell. Pero vean los noticieros, nadie abrió con esa noticia. Fue una venganza horrible en donde los únicos que salen perdiendo son los medios porque se rebajan a su estatura gnómica. No existen, no suman, no pesan.
Y Montoya nunca los necesitó. Está ahí, siendo políticamente incorrecto, diciendo, por ejemplo, que no soporta Bogotá y que la única ciudad del país en donde es feliz es en Medellín. Es Montoya, genio y figura, eterno como Fangio, ídolo en el exterior pero condenado por una presa infame a no reconocer su gloria.
Total, él está tranquilo: nunca los necesitó