La pandemia no ha sido obstáculo para que muchos connacionales sigan pensando en migrar de Colombia. Hay excepciones para estudiantes, trabajadores y hasta quienes se casan con extranjeros, y no dudan en irse. Está pasando más de lo que nos imaginamos. Todos arrancan en esa aventura con sus sueños, sus ilusiones y la posibilidad -en muchos casos- de buscar una sociedad mejor.
Hace unos pocos días, mi muy joven hijo mayor, su muy joven esposa y su perrita emprendieron esa aventura de estudiar y de buscar otra vida fuera de nuestro país. Desde que tenía doce años me dijo: “mamá, yo quiero ser arquitecto y quiero especializarme en el exterior”; así lo planeó y así lo hizo. Yo, como cualquier mamá, aproveché cada segundo que pude antes de que se fuera para disfrutar de su presencia física. Lo llené de amor y de consentimiento porque aunque ya se había ido de la casa, ahora dejaba a sus papás, a su hermano, a sus tíos, a sus primos, a sus amigos de colegio, del trabajo y del vecindario… ¡dejaba su país!
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Lo llené de amor y de consentimiento porque dejaba a sus papás, a su hermano, a sus tíos, a sus primos, a sus amigos de colegio, del trabajo y del vecindario… ¡dejaba su país!
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Busqué un día especial para sentarme a hablar con él de la vida, de nuestra vida, de esas cosas que no se deben olvidar cuando uno se va, y de esas que siempre irán con uno aunque se vaya para el fin del mundo. Volví a lo orgullosa que me siento de ser su mamá y a los consejos, a las manifestaciones de amor, de gratitud (los hijos son, sin duda, nuestros maestros, nuestro espejo). Le recordé que la suerte no existe, que él la construye y que depende siempre de su trabajo, de su entrega, de su responsabilidad y su disciplina. También, que el fracaso tampoco existe, sino las experiencias que por malas que sean, nos enseñan y nos hacen crecer. Le recordé que hay que reconciliarse con la imperfección. Que por más desarrollado que fuera el país para el que iba, se iba a tropezar con situaciones y cosas que le recordarían que todo lo hecho por la humanidad -por maravilloso que parezca- justamene por humano, es imperfecto.
Ese día, aunque pasamos una tarde entera, pareció corto. Lo dejé con algunas máximas escritas en un libro que le regalé para cuando sintiera desazón, o quisiera seguir labrando su camino. La primera: “La gente podrá olvidar lo que dices, la gente podrá olvidar lo que haces, pero nadie nunca olvidará cómo los hiciste sentir” de Maya Angelou. La segunda: “la habilidad de aprender, desaprender, volver a aprender y cambiar por uno mismo es un superpoder” de Vala Afshar. La tercera, la de los enemigos que nunca faltan, un proverbio mexicano que me encanta: “nos quisieron enterrar, pero no sabían que éramos semillas”, ¡espectacular!... y así unas cuantas más para cada cosa.
Y rematé con algo que siempre he creído que debe ser así y que me salió del corazón: “jamás, por iniciativa tuya, hablarás mal de tu país. Reconocerás sus defectos, pero engrandecerás sus virtudes. Aquí naciste, aquí estudiaste, aquí tuviste oportunidades; tienes a tu familia, tus amigos, tus recuerdos… Una parte importante de tu vida. ¡Ama siempre tu país, aunque no vivas en él!