Volver a Cuba es siempre un impacto para mí. Es la quinta vez que visito la isla y siempre me depara fuertes contusiones emocionales, estéticas, vitales, históricas, humanas, políticas, urbanas, bibliográficas, musicales y gastronómicas…
Haciéndoles zigzag permanente a jineteras, chulos, pedigüeños, cuentapropistas y avivatos de todas las calañas, uno se encuentra en cualquier esquina con cada historia extraordinaria, con cada caso que conmueve tu sensorium o tu inteligencia, con un nuevo amigo, con una mujer hermosa y transparente, con un guitarrista o un cantante fuera de serie, con un funcionario confiable y probo, con un viejo violinista en la plenitud de sus papeles, o con la exquisita experiencia de un paladar desconocido donde pruebas algún plato que te saca las lágrimas del gusto.
Esta vez llego a Santiago luego de una proeza de largas horas en la que el guión parece estar boceteado por Herzog y pervertido por Tarantino. Debíamos volar de La Habana a Santiago a donde llegaríamos a las nueve de la noche, luego de respirar profundo porque un tubo que yo llevaba con obras de arte que debían ser montadas apenas aterrizáramos, para inaugurar una exposición de arte del Caribe colombiano al día siguiente, corría el peligro de no viajar dado el tamaño del paquete y del pequeño avión, y dado también el sobrepeso de equipajes de muchos otros pasajeros de ese vuelo.
En mitad del viaje se nos anunció que era imposible llegar al aeropuerto de Santiago de Cuba porque llovía torrencialmente y esa pista es de las más peligrosas del país por la situación topográfica de la ciudad en medio de los altos cerros que la circundan.
La solución fue hacer una parada de emergencia en Holguín y allí esperar a que el tiempo mejorara, pero el tiempo nunca mejoró. Pasaron las horas en una sala de espera que iba llenándose de gente de otros vuelos y a mí sólo me consolaba la conversación de Janet, una hermosa profesora negra de Santiago casada con chef italiano y la risa despreocupada y cantarina de Sonia Basanta, nuestra Totó, que rodeada por sus hijos y sus nietos, e invadida de música, sabiduría y cariño, decía tranquilamente encogiéndose de hombros, como quien no tiene ya prisa para nada: ¡pues, si hay que esperar, hay que esperar!
A eso de las dos de la mañana y luego de muchas cervezas, sándwiches y refrescos cubanos se decidió que no habría vuelo ya para Santiago y que la aerolínea nos enviaría en una guagua, sólo que ésta llegaría a recogernos al amanecer. Con el alma en vilo a través del amplio ventanal de la sala de espera yo le seguía la pista al tubo de las obras de arte que era mi más preciado equipaje, pero finalmente apareció sin novedad en la plataforma rodante de los equipajes y, para no esperar más, armamos una caravana de tres taxis cubanos de diferentes períodos históricos con tres conductores también de diferentes edades que mentían a su turno acerca del tiempo del viaje: un chevrolet del 51 con un compañero experimentado al volante, decía faltan dos horas; un modelo polaco del 70 con su chofer que va feliz con los 80 CUCs de la carrera, afirma que ya casi llegamos; y uno chino de los 90, con un muchacho imberbe en el volante, que no le temía a nada, aseguraba que después de esa curva está Santiago.
La ruta era la gran carretera nacional que no se terminó por el período especial permanente que ha sufrido el país pero que aunque oscura, destapada y mojada nos dejó con bien a las 6:00 a. m.. del día siguiente a las puertas de la preciosa Santiago.
Después de ocho días llenos de música y contradicciones. Llenos de sabor y belleza. Llenos de amistad y tristeza. Llenos de admiración y dolor. Uno siempre encuentra insuficiente esa experiencia y quiere regresar.