Una de las escenas icónicas del cine ocurre cuando Michael Corleone, El Padrino, se confiesa ante un buen sacerdote que pronto entrará a la historia como el Papa de la media luna, el Papa aparentemente asesinado. Corleone, un duro curtido en imponer su ley y hacerles a todos ofertas que no pueden rehusar, se desvanece en llanto, un llanto breve, acaso arrepentido, mientras relata que ha sido determinador de actos espantosos, incluso el de haber ordenado el asesinato de su hermano.
En forma de flash es lo primero que me llega a la mente ante la noticia de que Álvaro Uribe hablará con el padre de Roux. No irá por ahora a la Comisión de la Verdad, ni concurrirá todavía ante la JEP, pero está dispuesto, y eso es considerable, a hablar con un hombre bueno.
Quienes escribimos tenemos por seguro que provee más réditos, más lectores y likes en la onda de las redes, hablar mal de Uribe, sentenciarlo desde acá, acusarlo de crímenes o de vilezas, que simplemente situarse en otros temas. No dejo de imaginar que este señor tatuado severamente en la historia del país, carga por acción u omisión sombras y sangres todavía no resueltas, que él no tiene respiro ni lo otorga, pero me doy por enterado de que decirlo y decirlo sin pausa no es exactamente un acto valiente, porque no es valiente ninguna palabra ni discurso que no sirva de alguna manera para construir, para avanzar.
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Quienes escribimos tenemos por seguro que provee más réditos, más lectores y likes hablar mal de Uribe, sentenciarlo desde acá, acusarlo de crímenes o de vilezas, que simplemente situarse en otros temas
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El gesto de acercamiento hacia el padre de Roux es trascendental. Uribe es católico, o dice serlo, y para un católico en principio no hay cabida a las medias verdades o a grandes mentiras ante un sacerdote ecuánime. No puede descartarse que este diálogo por el momento situado en un nivel personal o místico, sea una ventana a una posterior concurrencia en el campo jurisdiccional de la JEP o en el de la verdad que escarba la Comisión presidida por de Roux en procura de que la verdad no siga siendo la principal víctima en la pugnacidad nacional.
Y quién podría llanamente aseverar como un hecho imposible, que a partir de este escaño no se decidiera Álvaro Uribe a cesar en su larga estela que ha puesto a una sociedad durante dos décadas a tomar trincheras irreconciliables entre uribistas y antiuribistas, algo que es sinónimo de odio ideológico, de flaca postura entre buenos y malos, los que pueden estar y quienes deberían abandonar a la fuerza este país. Es ilusión pura, se admite, pero el viento trae respuestas, según dice Bob Dylan quien también cuenta que “estamos ocupados muriendo”.
Entre los vicios más severos que arrastramos, y este plural lo aplico escuetamente a manera de autocrítica, está la inconsistencia del lenguaje, esa manía de las promesas vacías, aquella comodidad de las palabras o los conceptos que incontables veces no alcanzan a cruzar el umbral hacia los hechos. Así es que en lo que me concierne jamás haré otra promesa que sea incapaz de cumplir; y aunque siga considerándolo un personaje nocivo en la historia, lo pensaré varias veces antes de cualquier afirmación iracunda respecto de Uribe, cualquier señalamiento que surja apenas para complacer odios. No nombrarlo en exceso, imaginar que algún arrepentimiento le cabe, puede ser sano ejercicio entre todo lo que hay para reparar en este país que no está desahuciado, pero deambula enfermo arrastrándonos en ello.
El perdón, leí en algún muro, consiste en viajar al pasado y regresar ileso.