En Colombia, por allá entre los años 50 y 60, un grupo de campesinos decidió armarse para defenderse de la violencia política que para esos tiempos se vivía en el país. Esto dio como resultado la creación de lo que podría considerarse como un grupo de autodefensas campesinas que luego mutó en los distintos grupos guerrilleros (con sus diferentes ideologías).
El discurso de los grupos insurgentes arropaba el reclamo por la exclusión, la distribución de la tierra, la lucha de clases, la oposición al imperialismo norteamericano, la participación política, entre otras, pero con un elemento en común: el uso de la violencia con la cual no solo pretendían reivindicar derechos, sino tomarse el poder.
Mientras el tiempo transcurría, la violencia y la degradación de la misma incrementó, arrastrando con ello a inocentes a lo largo de todo el territorio nacional. Jamás podremos dimensionar todo el dolor y el lastre que ha dejado las décadas de horror en los campos de Colombia gracias a la creencia de que solo con las armas es posible lograr cambios.
Al firmarse el acuerdo de paz con las Farc en La Habana, muchos creyeron en los cantos de sirena del gobernante de turno, que puso a soñar a millones con que en Colombia se acallarían los fusiles para darle paso a la vida, lo que necesariamente traería cambios a otros niveles (desde lo social hasta lo político).
Lastimosamente nada cambió, porque el quiste maldito de la violencia todavía nos tiene jodidos. No es suficiente con los tantos líderes sociales, mujeres y niños asesinados, sino que además nos toca advertir a gente queriendo quemar policías, destruir bienes públicos, carbonizar buses, adoctrinar infantes... y todo por cuenta de pensar que el reclamo de derechos te da la potestad para ser violento.
Estamos en la misma espiral de hace 60 años, en el que la violencia como protagonista era la batuta para exigir derechos y pedir inclusión social sin importar si constreñías los de otros. Qué triste ver que seguimos enfrascados en recorrer el mismo camino de hace décadas. Como sociedad no hemos aprendido nada y mucho menos hemos entendido el alto costo en vidas humanas que nos ha tocado pagar en una confrontación de gente egoísta que no repara en hacer mal diciendo que hace el bien.
Se supone que una sociedad con mayor acceso a la información, con mejores posibilidades para prosperar, si se compara con las condiciones en que crecieron nuestros padres y abuelos, no le es dable apelar al argumento del uso de la fuerza y la destrucción para la consecución de sus metas en la vida. ¿De qué sirvió entonces el tal acuerdo de La Habana si vamos a seguir con las mismas ganas de confrontación porque sí, porque no y porque también?
Por último, hago un llamado a todas esas personas que dicen apoyar la protesta social, pero alimentan con su verbo el fuego del odio y el resentimiento desde sus trincheras para que modulen y reflexionen si con sus palabras están construyendo el país que dicen querer en paz y con justicia social, porque, así como vamos, viviremos 60 años más de guerra y muerte.
Querido(a) colombiano(a), avancemos como lo haría una sociedad civilizada, donde los derechos se conquistan con el debate, no con las armas.
Por más derechos y menos violencia.