Desde que se promulgó la constitución política neoliberal en 1991 se crearon condiciones para la privatización de los bienes públicos y con ello se le abrieron las agallas a los empresarios ambiciosos e inescrupulosos que vieron en este campo grandes negocios lucrativos que podían dejar jugosas utilidades, en razón a las especificidades del mercado de este tipo de bienes que ofrece importantes ventajas: los bienes públicos tienen una curva de demanda con elasticidad-precio inelástica o rígida, que crea condiciones favorables al mercadeo y con ello, a la simplicidad de las estrategias de penetración de mercado, de fidelización de clientes y en general de aseguramiento de las ventas. A los clientes no hay que capturarlos, sino que ellos hacen fila para comprar y llevarle el dinero a la empresa vendedora. Con estas ventajas de mercado cautivo, los inversionistas no dudaron en entrar en el juego de las privatizaciones y muchas veces, recurriendo a los métodos corruptos, lograron la concesión o adjudicación del negocio que, en la mayoría de los casos, tiene condiciones monopolistas u oligopolistas que mejoran el negocio.
Pero otro aspecto de las condiciones de mercado, además de la elasticidad de demanda, no vieron los empresarios privatizadores. Los economistas llaman “función demanda” a una relación de variables que también inciden en la cantidad de producto o servicio que se concreta en ventas. Una de estas variables es la conducta del consumidor, que actúa con su propia lógica y su comportamiento en el mercado juega un papel importante en la relación con el vendedor y, por supuesto, con las estrategias de marketing que se debe aplicar. La racionalidad del consumidor que determina su conducta es diferente para los bienes públicos que para los bienes privados, porque en los bienes públicos hay un factor innato derivado de la ley natural, que modifica la racionalidad acostumbrada en el consumo de los bienes privados. Así, el marketing y las relaciones con los clientes se revisten de situaciones difíciles, muchas veces conflictivas o de confrontación, que la empresa privatizadora tiene que asumir.
Y claro, cuando llegan los conflictos con los consumidores, vienen las lamentaciones y lloriqueos, quejándose por las dificultades en la operación de la empresa, que, a pesar de la complicidad y apoyo de la superintendencia respectiva, le crea problemas que se vuelven intolerables y con alto riesgo para la situación financiera. Le lloran a papá gobierno, para que les brinde auxilio, logrando en la mayoría de las veces, que el gobierno alcahueta les saque del apuro, sacrificando el bienestar general y el bien común.
El interrogante que surge inmediatamente es: ¿para qué se metieron en esa empresa si saben lo que implica el negocio con bienes públicos?
Pero en todos los casos acuden al Estado para que les tienda la mano, so pena de que le pongan una demanda en contra, la cual tiene una alta probabilidad de que la gane el privado, porque los corruptos que firman la privatización, elaboran minutas leoninas que, por lo general perjudican al organismo, de modo que a los jueces les queda fácil fallar.
Es una historia de nunca acabar. Los empresarios que se meten en negocios sobre bienes públicos, deberían asumir las consecuencias de esta operación, porque es por su propia iniciativa que lo hacen. Al final siempre ganan, pero después de larga trayectoria de conflicto donde hay dolor de cabeza para muchos actores, por lo cual, en los casos de privatización de los bienes públicos, lo más indicado para el bienestar general, donde a los empresarios privados no se les ha llamado, sino que entran por su propia iniciativa, ante el surgimiento de los problemas y conflictos, que coman de su propio cocinado.