Rompiendo en dos el horizonte, una espigada torre descuelga un reloj de dígitos brillantes que marca una cuenta regresiva. Es un lugar peligroso. Una plaza pública inmensa y repleta de siluetas que hablan -entre susurros y gritos- consigo mismas. Todo ha sido invadido por pastos crecidos y espesas malezas que sirven de escondite y refugio para comunes, genios y malhechores. La plaza -como el mundo que representa- alberga tanto vicio como virtud. Una suma cero de humanidad en marcha. Un laboratorio de emociones cansadas de contenerse y en búsqueda de redención. Estridentes alarmas anuncian la hora fatal de la atracción principal. Cientos y miles de sombras se convierten ahora en feroces bestias que, babeando por la sed seca que trae la venganza, se unen en una horda que camina hacia el centro luminoso y magnético. Una gigantesca hoguera los espera alborotada hediendo a carnes y nervios chamuscados. La multitud se reúne ante ella y presencia con deleite y satisfacción la desintegración de los cuerpos y sus verdades ante las llamas. El espectáculo no tarda en desvanecerse; como cualquier pasión sabe consumirse a sí misma con facilidad. El piso lleno de cenizas define el momento en que las bestias vuelven a su penumbra de ensimismamiento. Todos se retiran sabiendo que el próximo espectáculo no tardará en llegar. Basta un resbalón moral, una impropiedad del lenguaje o un asomo desconcertante de independencia para ser enviado a la hoguera. La plaza es un tribunal supremo.
El fuego siempre ha sido un elemento fundamental en el trasegar humano. No solo fue el descubrimiento que iluminó su camino y cocinó sus comidas sino que también sirvió de natural recinto para que los primeros hombres se asombraran ante el encanto urgido de una historia. Por supuesto, y como todo descubrimiento, también supo ser lente de aumento de la vileza del hombre y, cuando pudo, supo disfrazarse de antorcha, bomba y quemadura. Arrasó civilizaciones enteras con su simple presencia y sirvió de condena fatal para los máximos pecados y pecadores. El fuego consumió brujas, herejes y santos cuando se convirtió en la tecnología perfecta para saciar una pasión original de los hombres: juzgar y condenar a los otros. Vengarse. Atragantarse de revancha.
________________________________________________________________________________
El fuego se convirtió en la tecnología perfecta para saciar una pasión original de los hombres: juzgar y condenar a los otros. Vengarse. Atragantarse de revancha
_______________________________________________________________________________
En términos jurídicos, el fuego también tiene una representación que muchos filósofos del derecho han observado con desconfianza: la sanción social. Una serie de procederes colectivos (impredecibles) que suplen las instancias judiciales y encarnan la mencionada pasión humana. La sospecha de las sanciones sociales radica en su inestabilidad y en su tendencia a olvidar asuntos centrales como el derecho a la defensa y la proporcionalidad. El fuego nunca será justicia: es demasiado voraz, irreflexivo e irremediable. El fuego no delibera; la misericordia no persiste en él.
La falsa justicia del fuego siempre amenaza. Nada se puede predecir ante las llamas acechantes que esperan pacientes al siguiente sorteo cruel. Ese mediodía en que las sombras se transfiguran en bestias y la horda se reúne a juzgar y condenar. A todos les llegará su día. Todos pueden ser el próximo. Sin excepción, la plaza se recogerá ante la hoguera.