Así arrasaron Pato, Antioquia

Así arrasaron Pato, Antioquia

Una mirada la historia de este caserío antioqueño ubicado aguas arriba del río Nechí en jurisdicción de Zaragoza

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
julio 09, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Así arrasaron Pato, Antioquia

“Oro escaso, compañía va para Bagre”, anunció en su enrevesado español mezclado con su nativa lengua inglesa Mr. Swan, el legendario personaje que les llevó la mala ventura a los no más de mil habitantes que para entonces vivían en el caserío de Pato, aguas arriba del río Nechí en jurisdicción de Zaragoza, cuando la compañía tomó la decisión, no solo de abandonar el poblado al que fundó 50 años atrás, sino de aplicar la política de la tierra arrasada con sus campamentos, de modo que no quedara piedra sobre piedra.

Para esa fecha apenas habían transcurrido escasos diez años desde que, a través de una decisión política tomada por las mayorías en el Concejo Municipal, Zaragoza elevó a la categoría de corregimiento a El Bagre y por eso la medida que tomó la empresa fue asumida por algunos como el primero de los premios que le daban a esa población, pues desde ese momento sería la sede de una compañía minera con todas las gabelas que ello significaba para esta comunidad.

Quienes todavía mantienen vivos aquellos recuerdos, aseguran que la decisión fue tomada en los primeros meses del año de 1952, y la misma se empezó a ejecutar en la segunda quincena de julio de 1951, hace 70 años.

Así que tienen razón quienes dicen que las palabras tienen poder porque con aquellas seis pronunciadas por el gringo quedó sellada para siempre la suerte del entonces próspero y tranquilo caserío que fue la primera tierra donde sentó sus reales en los albores del siglo XIX la empresa Pato Consolidated Gold Mining, hasta el extremo de hacer que su nombre se volviera tan familiar que a veces muchos se confundían cuando se trataba de relacionar a la una con el otro.

Así que detrás de aquella decisión no hubo más de otra que iniciar el trasteo con todos los corotos para el naciente corregimiento de El Bagre y, como tal vez lo hará en los años venideros su bisnieta, Mineros Aluvial SAS cuando el material que es su razón de ser esté cada vez más lejos de sus actuales campamentos y quizá se establezcan en el puerto de Astilleros, en donde hoy se aprecia una serie de construcciones con ciertas motivaciones para esa decisión.

Eso pasaba porque los empresarios ingleses cobraban en licencias mineras los empréstitos que nuestro país demandó para adelantar las guerras que hicieron posible que saliéramos de aquel estado en que nos mantuvimos desde que Cristóbal Colón puso sus pies en las islas de las Antillas, hasta el día cuando el ejército patriota proclamó nuestra Independencia del Reino de España.

De tal suerte que con aquellos préstamos quedaron pignorados los ricos yacimientos auríferos de Supía, de Marmato, de Zaragoza y de Remedios. Para hacer eso realidad tenían de su lado los peritos ingleses Walker, Thomson y Moore, conocedores de la geología, de la mineralogía y de la hidráulica, apoyados en instrumentos que para muchos eran extraños y muchas veces sorprendentes por la novedad, como lo eran los sismógrafos y las ruedas Pelton que sirvieron para arrancar de las entrañas de la tierra el oro, la plata y el platino.

A Mr. Swan lo describen como un hombre escuálido, con un copete enroscado en su frente y con unos cabellos monos y charolados que se le escurrían hacia atrás en forma de trenzas y quien nunca aparentó tener los años que cumplía por el mes de abril, gracias a su eterna manía de trabajar día y noche, como si su creador lo hubiera hecho solo para eso.

Había llegado a la región cuando apenas daba sus primeros pasos una industria que fue definitiva para trazar los destinos de un departamento que creció y se desarrolló gracias a ella: la minería de oro. Y fue allá, en esas tierras bañadas por el Porce, el Nechí, el Tigüí, el Pocuné, las que vieron nacer esas historias de ingratitudes que nadie más quiere repetir.

Decía entonces que las palabras tienen poder y por eso los recuerdos de hoy parecen detenerse en aquellas escenas cuando relatan que lo primero que ordenaron mover de aquel sitio fueron los equipos de extracción, y cuando la cuadrilla de trabajadores había terminado con esa labor, recibieron una orden más extraña de las escuchadas hasta entonces en los años en que la empresa se mantuvo allí como la madre protectora de todos ellos.

En efecto, la orden fue la de pasar las retroexcavadoras y las caterpillar por encima de las casas, muchas de las cuales todavía lucían como el primer día de su construcción. Eran casas con ventanas alegres, dotadas de redes metálicas para impedir que los mosquitos ingresaran a ellas y aliviadas del calor por unos ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, con unos patios en donde se criaban pavoreales y otras aves de corral.

Así lo tendrían que hacer con el casino, con las canchas de fútbol, la planta de hielo, los jardines y con otros espacios que a muchos les llegó a parecer hasta sagrados por lo que allí compartieron con sus compañeros de trabajo: los bares.

Si fue una coincidencia o no, nunca se sabrá. Lo cierto es que cuando aquellas máquinas comenzaron a despedazar a Pato y a que las volquetas hicieran lo propio con las ruinas, la mina Madreseca, ubicada unos kilómetros más arriba en la misma región, anunciaba su final como lo recuerda Antonio Zapata, el minero que tuvo la suerte de salir a Medellín en compañía de otros de sus amigos, que con el paso del tiempo fueron engullidos por la corriente laboral que en esos años estaba sedienta de vigilantes, de lavadores de carros o de simples obreros rasos para que hicieran parte de las nóminas en las nacientes fábricas de textiles y muchos de ellos fueron asimilados como tales.

Sin embargo, Antonio nunca se contagió de las veleidades de la ciudad ni con sus novedades diarias, sus luces de neón que alumbraban los grandes avisos que se veían desde lugares lejanos en aquellas noches de fantasía y oropel y, por el contrario, levantó un dique contra ella que se hacía visible cada vez que contaba historias de minería en los cafés del Pasaje La Bastilla, a pocos pasos del edificio Coltejer, en donde se reunía en un eterno y descomplicado intercambio de relatos que hacía con sus demás amigos de fracasadas aventuras. Fue de allí de donde salieron estos manuscritos que hace poco me entregó para que los tradujera. “Los tenía encima de la repisa de la sala, en mi casa, mire a ver para qué le sirven”. Y me los entregó y aquí están.

Recuerda también que aquellos campamentos de la empresa hacían de Pato un pueblo lleno de esplendor, el mismo que levantó y luego demolió la empresa después de sacar el último tomín de oro que había en las entrañas de su tierra. Pese a que por esos lugares han pasado muchos años, se puede observar que sus últimas ruinas se debaten a muerte para no cederle un centímetro al desierto ni a la maleza, y hoy muchas de sus casas se resisten a caer.

Acude a una vieja costumbre muy humana como es la de señalar con el dedo, como si fuera una ayuda para completar sus recuerdos y dice que allá, en un punto imaginario que para él existió alguna vez, estaban las cabañas que servían como el primer eslabón para brindarle seguridad a los campamentos. Destaca, eso sí, que el control era perfecto porque los americanos no permitían que ningún extraño pisara por más de 24 horas su territorio.

Más luego nos dice que un poco más allá, detrás de aquellos almendros deshojados se levantaban los barrios El Palomar, La Cortina, Plan de la Loca, San Andrés y San Andresito. Subraya que esas calles eran asfaltadas y que a pesar de ello el ambiente siempre era fresco gracias a los jardines allí sembrados y a los numerosos árboles que proliferaron sin saber quién los había regado y cuidado cuando apenas eran unas matas sin futuro, que con el paso del tiempo se convirtieron en floridas acacias, carboneros, caracolíes, ceibas y cañafístolos.

Las casas eran amplias, rodeadas de jardines y con todos sus servicios públicos que en todo caso eran cobrados por el simple hecho de no verlos malgastar, porque en esa época nadie hablaba de calentamientos ni de sembrar árboles para cuidar el ambiente, porque estaba en la misma forma de ser de las personas hacerlo sin que nadie lo impusiera.

Eran los años cuando los dominios de la empresa Pato parecían no tener fin; razón por la cual sus dueños, empleados, trabajadores y personal a su servicio podían moverse con toda tranquilidad por todo el nordeste lejano y parte del bajo Cauca antioqueño.

En los manuscritos leídos, cuenta José Vicente Arroyo que cuando llegó a trabajar a la compañía, por allá por los años 40, el campamento le causó asombró porque jamás en su vida había visto un pueblo igual. Primero estaba la organización misma del pequeño villorrio en la que sus calles siempre lucían limpias y llenas de flores. Recuerda la fábrica de hielo, la planta de energía eléctrica, los casinos, los campamentos, los barrios de los gringos, la casa de las monjas, las escuelas y la forma como se sacaban arrobas de oro del Nechí.

Incluso, algunas cosas que le preocupaban las sabía evadir, como eran las enfermedades tropicales, el azote para los mineros de las dragas, pero en cambio, dice, a nadie le faltaba nada. No era sino darse una vuelta por los pueblos vecinos para decir que allá les faltaba lo que a nosotros nos sobraba. De allí que todavía no se explica cómo en el año de 1952, cuando había transcurrido más de medio siglo de explotación minera, se le oye a aquel personaje la noticia que mantuvo por muchos años asombrados a los trabajadores de la Pato. Cuentan que los gringos, amparados por la alcaldía de Zaragoza decidieron borrar el pueblo de la memoria de los hombres, de tal suerte que solo quedaron en pie, como testigos del daño, el hospital, que aún permanece en pie, así como aquellos sótanos donde se añejaba el vino y la cerveza.

Para esos tiempos era el gobernador de Antioquia el señor Dionisio Arango Ferrer y su secretario de Gobierno respondía al nombre de Alfredo Cock Arango, quienes al parecer nunca fueron enterados de los alcances de aquella decisión, pero en todo caso desde sus despachos nunca se tomaron las medidas para prevenir los hechos aquí narrados.

Ante aquella andanada de las máquinas, movidas por los mismos trabajadores, varios de ellos tomaron la decisión de viajar hasta Zaragoza para que su alcalde tomara cartas en el asunto, pero ya la decisión tomada por los gringos no tenía reversa. Dicen que la respuesta que recibieron a la pregunta de por qué tanto salvajismo en contra de los campamentos fue la de que no podía dejarse nada en pie porque esto podía permitirle a la chusma liberal que se tomaran el lugar y lo hicieran propio.

Dicen que fueron largas jornadas, fatigantes y tristes, llevadas a cabo con la misma entereza de quienes construyeron aquellos campamentos, razón por la cual no les asistía ninguna pena moral o remordimiento. Era como si a la vez desbarataran un espejismo porque 52 kilómetros río abajo habían levantado uno calcado a su imagen y semejanza.

Las jornadas eran anunciadas por el silbato de la compañía que también fue trasladado a su nuevo nido, justo en donde las aguas de los ríos Tigüí, que nace en las cornisas de la Serranía de San Lucas, en jurisdicción del municipio de Santa Rosa del Sur, en Bolívar, y recorre más de 100 kilómetros para entregar sus aguas ya mansas de tanto recorrido al Nechí, que a su vez las llevará hasta el Cauca después de haber hecho la travesía desde las alturas de Yarumal y visitar 12 de los municipios que bañan sus aguas en Antioquia.

Corridas las cabañuelas de 1953 y cuando Pato había perdido toda su belleza y no quedaban sino los recuerdos, salió el último grupo de trabajadores con rumbo hacia El Bagre y aquellos que decidieron permanecer en el campamento, se alojaron en el hospital que era un edificio de tres pisos, en donde además apenas pudieron vivir por muy escaso tiempo.

Resultó que una mañana del mes de Julio escucharon el ruido de una estampida originada por una muchedumbre de extraños que dijeron venir por el oro que no pudieron sacar los gringos.

Se trataba de una carrandanga de barequeros que venían loma abajo, a los que se les notaba a leguas su angurria, que conformaban un completo ejército que se abrían paso como lo hacen las hormigas arrieras y en vez de llevar en sus espaldas las hojas verdes para sortear el invierno, llevaban unos tarros llenos de la arena sacada de las ruinas y que muchos le pusieron el nombre de la “fiebre del oro”.

Muchos de quienes se quedaron apenas tuvieron tiempo de salir de sus dormitorios para observar a cientos de barequeros que con bateas y picas, se dedicaban a la tarea de sacar la tierra sobre la que estaba construido el centro asistencial. Lo mismo ocurrió con las bases de cada una de las casas, escuelas y demás construcciones de Pato, de modo que en cuestión de tres o cuatro años se robaron el piso y las bases de las casas que dejó la demolición, y con la operación acabaron de hacer la tarea que las máquinas dejaron a medias.

Doña María Inés Melgarejo dice desde los manuscritos que cuando le anunciaron la inminente salida de Pato estalló un aguacero ajeno a la temporada seca en que estaban, y llegó empapada hasta el alma a su nuevo sitio de vida en donde ya la empresa había terminado de construir los nuevos campamentos en El Bagre, y se prometió nunca más volver a aquel sitio que alguna vez le inspiró la tranquilidad verdadera, y en cambio juró llevarse por siempre el recuerdo de lo que tanto les significó a sus habitantes aquel pueblo despedazado por las máquinas del progreso de los gringos y vuelto a despedazar por la codicia de los barequeros que acabaron con sus cimientos y del gringo Mr. Swan nunca más se tuvo noticias.

Para las buenas venturas, hoy, en los espacios que dejó ese desastre provocado por la mano del hombre, empezó a crecer un nuevo pueblo en donde hoy los casi tres mil pateños que conforman el censo poblacional, se olvidaron del oro y acuden a la cita diaria de cultivar y cuidar los campos; los niños a las escuelas desparramadas en su círculo floral y de vez en cuando la feligresía católica eleva sus oraciones para que Dios les de una mano que le permita a la tierra volver a florecer, porque vivir consiste en construir recuerdos para el futuro, como dijo alguna vez Ernesto Sábato.

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