Hasta que el cineasta francés Barbet Schroeder adaptó su novela La virgen de los sicarios al cine, Colombia vino a conocer al más maldito de sus escritores. Antes de eso no sabíamos nada. Ni que vivía en México y que allá filmó dos películas sobre la Violencia que tuvieron poco éxito según él porque eran muy malas. Tenía una gramática encima, la pentalogía de El río del Tiempo, y dos de las biografías más desaforadas y alucinadas de los dos más grandes de nuestros poetas, Silva y Barba Jacob. Fue el escándalo que armó el nefasto Germán Santamaría, desde la editorial de la revista Diners que él dirigía, que se armó el escándalo. Santamaría promovía el boicot a una película que explotaba el lado más oscuro de ser colombiano. Aunque lo que en realidad movía el rechazo del periodista era su homofobia. Vallejo, en el 2001, se dio el lujo de putear al aire a Julio Sánchez Cristo y faltarle el respeto a Andrés Pastrana, entonces presidente. Fue amor a primera vista.
En el 2003, cuando sus libros nos obsesionaban, publicó su obra maestra, El Desbarrancadero, el cruel relato de la agonía de su hermano Darío y que al final no era más que una metáfora sobre un país que se derrumbaba. La fuerza del libro vino con envión extra. Por esos mismos años Luis Ospina estrenó La desazón suprema y entonces supimos de su amor a los animales, de su apartamento en la calle Amsterdam, de su vida al lado del escenógrafo David Anton, de su afición por los programas de chismes y de la generosidad que tenía con los colombianos que lo buscaban en Ciudad de México.
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Desde esa época Fernando Vallejo ha prometido no volver a escribir una sola línea. Sin embargo, no ha podido parar. Y qué dicha esa traición
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Desde esa época Fernando Vallejo ha prometido no volver a escribir una sola línea. Sin embargo, no ha podido parar. Y qué dicha esa traición. Con Mi hermano el alcalde, Memorias de un viejo hijueputa o Escombros, la novela que se lanza a librerías este 8 de julio, Vallejo nos recuerda la miseria de vivir en este país. Hay un tuit, por supuesto, en donde despedaza a Uribe, su empleado Duque y al gobierno, pero no creo que sea él. Ahora, feliz en Támesis, con 79 años encima, no me lo imagino perdiendo el tiempo en una red social. ¿Para qué trinar si puede regresar a sus paisajes de siempre, si, después de la partida de David, puede fundirse de nuevo en Bach, en Leo Marini, en Cervantes sin culpa alguna, y también en cualquier programa de chismes farandulescos o en cocinar y tocar el piano? Un hombre con tantos recursos interiores no se aburre nunca solo.
Cada libro de Vallejo es un grito que debemos escuchar. Todo va a peor. Por eso, en el único universo donde es una verdad irrefutable eso de que todo tiempo pasado fue mejor, es en la nostalgia que brotan sus obras. Desde que este país no siga reconociendo a sus muertos, siendo dirigido por tecnócratas incultos, narcotizado por el fútbol y los pastores de almas, Vallejo encontrará inspiración para sus libros.
Mientras vemos el incendio el único consuelo que podemos tener es cada uno de sus libros nuevos. Por eso, tengo sobre el sillón Escombros. Aún ni le quito el plástico. Me froto las manos y abro la botella de vino. No hay nada más sanador que brindar con Vallejo por el fracaso, la vergüenza de ser colombiano.