¿Se nos pasa por la cabeza que por el covid están muriendo a diario madres de niños, papás de adolescentes? ¿Que padres están enterrando hijos adultos jóvenes? ¿Qué pasa con los huérfanos? ¿Quién se conduele, quién ayuda a sobrellevar el dolor? ¿Que aunque el muerto sea “abuelito”, su partida causa inmenso dolor?
En pocos días llegaremos en Colombia a la cifra de 110 mil fallecidos por el covid19. Durante las últimas semanas se presentaron las mayores contribuciones con cuotas diarias cercanas a los 700. Las estadísticas, que se entregan cada día a las 5 p. m. por parte del Ministerio de Salud, cumplen aquí la doble función de marcar el recorrido de la pandemia, por un lado, y de ayudarnos a banalizar la dura realidad del dolor de tantos en tan difíciles circunstancias, por otro: se trata, finalmente, de números. Qué más da que sean 600, 700 o 100 diarios. Las estadísticas no permiten apreciar que detrás hay gente de carne y hueso con inmensos dolores y necesidades a la que no estamos escuchando ni acompañando.
Ya se han hecho suficientes comparaciones acerca del volumen de muertos en tan poco tiempo, 16 meses: tantos estadios de fútbol llenos, la población de tales municipios, la caída diaria de un par aeronaves, el cuarenta y pico por ciento del total de muertos ocasionados por 60 años de conflicto armado, que cuatro Armeros… Ni así nos impresionamos.
Es difícil si no imposible, sin embargo, que con el número oficial de contagios y fallecidos no haya un pariente, alguien amigo, una persona conocida, que se nos haya ido o que haya batallado y sobrevivido. Aún así, con dicha cercanía, parecemos incapaces, como sociedad, de manifestar nuestra solidaridad y condolencias con las familias de quienes perdieron la vida y de quienes sufren secuelas graves, independiente de si les hemos conocido o no.
Somos extraordinarios, sí, para culpar a alguien, probablemente con razón, aunque sin compasión por las familias de los muertos. Que el día sin IVA y las manifestaciones del 28 de abril en adelante, que las campañas pobres de vacunación, que la apertura de los negocios, con baja observación de los protocolos de bioseguridad justo en el pico…
El dolor por la muerte de un ser querido lo conocemos muchos. A todos, en algún momento de la vida, nos llega la partida de alguien cercano, de manera repentina o anunciada. En las circunstancias actuales, sin embargo, la impotencia de los familiares y el proceso rápido y, hasta cierto punto, azaroso (“la esposa falleció, el dio negativo…”) que ha culminado en la muerte de los 110 mil colombianos, nos configura un cuadro de tragedias que abre interrogantes no sólo por la ausencia de compasión como por la situación angustiosa de centenares de miles de familiares de cara al futuro.
Cada cual tendrá en sus registros distintas casuísticas. Trago a cuento solo algunos de los que conozco, con certeza comunes.
Para comenzar, los contextos a partir del obligado distanciamiento y los confinamientos; los casos de tragedias en situaciones de desempleo o de cierre obligado de pequeños negocios. Imposibilidad de realizar visitas en clínicas y hospitales, de despedirse. En el último auge, en el que aún nos encontramos, la ansiedad por conseguir oxígeno para alguien que empieza a saturar 85, las redes sociales inundadas con mensajes de personas que buscan para algún pariente cercano un cupo en una UCI. Congestiones hospitalarias. Los relatos de personal médico obligado a escoger a quién favorecer con el uso de los equipos. Las malas noticias y los funerales con la asistencia de unas pocas personas. Las misas por zoom. Dificultad de obtener las cenizas por congestión en los crematorios…
En mi entorno familiar, de amigos y conocidos, el primer fallecido pertenecía a la categoría etárea de los “abuelitos”, tan en boga en el 2019. Menos de una semana de hospitalización. Una persona que podría decirse era sana, sin las llamadas comorbilidades. Algunos piensan que entre más viejo sea el muerto menos dolor se siente. No es cierto. Lo que percibí fue la profunda pena de algunos de sus hermanos con quienes tenía una estrecha relación, de sus hijos que viven fuera del país, sin posibilidad de venir cuando supieron de la partida de su padre, facultados solo para asistir al entierro por zoom.
________________________________________________________________________________
Una economía familiar sustentada en el trabajo de madre y padre, con 3 hijos entre los 13 y los 18; de un día para otro, el padre, de unos 50, va a la clínica y en dos días fallece
________________________________________________________________________________
Entre los casos dolorosos están los de personas con hijos adolescentes. Una economía familiar sustentada en el trabajo de madre y padre, con 3 hijos entre los 13 y los 18; de un día para otro, el padre, de unos 50, va a la clínica y en dos días fallece. Hay algo de la red familiar que le ayuda a la viuda e hijos a sobrellevar la carga. Sin embargo, el duelo y la amplia gama de sentimientos que lo acompañan, angustia, miedo, ira, tristeza, la dificultad para dormir, están presentes. El rendimiento escolar de los jóvenes, en el suelo.
Conocí del caso de una madre de 40, extraordinaria mamá de dos niños, de dos y cuatro años, fallecida después de tres días en la UCI. Su marido no estuvo contagiado; los niños no entienden dónde está su mamita y las abuelas no consiguen sustituirla.
Las preguntas son obligadas: ¿alguien está atendiendo a los jóvenes y niños que quedaron huérfanos? ¿Qué ocurre en los casos en que los fallecidos son los dos padres o mujeres que son cabeza de familia? ¿Qué ocurre si no hay redes familiares que atiendan a los niños huérfanos?
Los jóvenes están muriendo por centenares en estas duras semanas; sueños truncados, padres que quedan destrozados. El cuento viejo: uno entierra a los padres pero no a los hijos.
La casuística no tiene fin. Lo cierto es que deberíamos, como sociedad, apoyar a las familias de los fallecidos. Por su dolor, por la angustia de decenas de miles de huérfanos, por la devastación de padres que han perdido a sus hijos.