En 1977 me encontraba cursando décimo grado en el colegio anexo a la CUC, corporación de educación superior que hoy es la Universidad de la Costa, en Barranquilla. Antes de una clase de filosofía, el profesor de dibujo se dispuso a salir del aula y el muy confiado dejó en uno de los pupitres delanteros una pila de trabajos a crayón que acababa de calificar. Dijo que cada dibujo tenía la nota en la parte de atrás, agregando a renglón seguido que estaba de prisa y que por tanto nosotros, sus angelicales alumnos, debíamos distribuirnos las cartulinas.
Y fue así que salió del salón como quien está de diarrea y de pronto le da un tremendo retorcijón estomacal. En seguida los más ansiosos se precipitaron a buscar sus obras de arte. Fue en esas que uno se enfureció al ver que había obtenido una calificación regularsona por los tres rayones mal pintorreteados que había hecho y, de la rabia, hizo una bola con la cartulina y se la tiró en la cabeza a otro compañero que estaba de espalda; luego le quitó el dibujo a otro que estaba descuidado e hizo lo mismo, otra vez, como todo un pítcher de las grandes ligas.
Como el mal ejemplo cunde, varios muchachones pronto repitieron lo mismo, y fue así como se formó un berenjenal, una tiradera de paparruchas, una guerra de pelotas acartonadas.
Preciso, cuando entró el profesor de filosofía, me encontró forcejeando con dos compañeros que tenían claras intenciones de quitarme mi dibujo, puesto que yo no congeniaba mucho con la idea de convertirlo en un arrugado esferoide. El altipensante y metafísico profesor, con cara de pocas pulgas y sin preguntar qué estaba pasando, ordenó a los tres que nos saliéramos del salón de clase.
Traigo a cuento todo lo anterior porque con el tiempo le di importancia a la profesión de Sócrates y Platón. Se me dio por indagar sobre esta nebulosa temática. Hasta llegué a leer El ser y la nada y El existencialismo es un humanismo, de Jean-Paul Sartre. Incluso escribí un libro llamado Existencia y libertad. Buscando en internet, veo que hay un ejemplar en la Biblioteca Orlando Fals Borda, de la Universidad del Atlántico, para el que le pique la curiosidad. Como escritor soy bastante anónimo a la fecha, así que mejor hablemos de dos expulsados mucho menos desconocidos.
El primero. Una profesora, en una escuela uruguaya de mediados del siglo pasado, daba su autoritaria cátedra magistral de historia y, en determinado momento, dijo que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre en ver el Océano Pacífico. Crasa equivocación: no fue el primer hombre, sino el primer europeo. Un inquieto niño levantó la mano y preguntó si los aborígenes que vivían en lo que hoy es Panamá eran ciegos. De inmediato la profesora lo sacó de la clase. Era de esos típicos docentes de la época, que tomaban cualquier aclaración como burla y falta de respeto. Aquí entre nos, ese niño fue Eduardo Galeano, el autor de Las venas abiertas de América Latina. Tiene otros: El fútbol a sol y sombra, El libro de los abrazos, Espejos: una historia casi universal, y Memoria del fuego. Vale la pena leerlos.
El segundo. En una clase de pintura, un profesor hizo una pregunta a un estudiante. Este contestó algo así como: “Yo me sé ese tema al dedillo, pero como soy mucho más inteligente que usted, no le voy a responder”. No solo lo sacaron de clase sino también de la academia. Del profesor nadie sabe el nombre. ¿Y del estudiante? Sí. Tú por lo menos habrás visto una surrealista pintura de Salvador Dalí, que podría ser La persistencia de la memoria, esa de los relojes gelatinosos. Dalí escribió egocéntricos ensayos: Diario de un genio, Los vinos de Gala y La metamorfosis de Narciso.
Quien tiene como ocupación la enseñanza sabe que no es fácil tratar con estudiantes que tienen la chispa adelantada, y que suelen sacar de quicio a algunos maestros en cuestiones polémicas. A su vez, quien ha recibido clases ha conocido a uno que otro profesor retrógrado que querría estar en el medievo o por lo menos en la más reciente época de los reglazos en las manos o los jalones de orejas como formas de castigos escolares.
A propósito de todo esto, hay una obra que recomiendo leer. Esa es El valor de educar, de Fernando Savater, un escrito del que se pueden sacar experiencias positivas. Hay un pasaje en que se cita a Platón, quien dijo que los niños deberían aprender con juegos. Así que escribí una vez que las asignaturas en primaria deberían ser “jugando con los números”, no aritmética. “Fiesta con las palabras”, no castellano. “Juegos en la cancha”, no gimnasia.
Estudiantes, profesores y padres o acudientes conforman una de las comunidades importantes de la sociedad. Con sutileza, liderazgo y pautas asertivas, este gran conglomerado podría contribuir a alentar la lectura de libros, puesto que hoy por hoy el nivel en este campo, en su índice per cápita anual, es paupérrimo en nuestro subdesarrollado país.
Invitemos a leer libros desde todos los medios, los foros, los púlpitos, las tarimas, los escenarios, etc. Es un buen entretenimiento en estas reclusiones caseras a causa de la emergencia sanitaria. ¡Vamos, comprométete a leer! “Los niños y los jóvenes son educados por lo que hace el grande, y no por lo que dice”, sentenció el psiquiatra y psicólogo suizo Carl Jung. Si te ven leyendo, es posible que quienes estén contigo se animen a leer un poco más. Si no, ¿vas a esperar peras del olmo?