En el libro El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl, reconocido como el padre de la logoterapia, describe la psicología de las personas que padecieron el encierro en algunos de los campos de concentración de la Alemania nazi, siendo él mismo protagonista de los vejámenes padecidos.
Entre las primeras reacciones de los confinados, quienes realmente tenían un trato peor que el que tienen los reclusos en una prisión “convencional”, Frankl describe una suerte de curiosidad fría, que le permitía a las personas tomar distancia de lo que ocurría a su alrededor y lograr cierta objetividad. Esta curiosidad tenía un efecto protector, en términos psicológicos, pero, por otra parte, se puede interpretar como una forma de resignación, donde lo único que queda es esperar que pase lo que tenga que pasar.
Por otra parte, podría pensarse en la curiosidad que se requiere para resolver problemas, posiblemente como parte integral de tener una mentalidad o un pensamiento científico. También se requiere de cierta curiosidad para ser solidarios y empáticos, querer indagar sobre qué le pasa a los demás.
El cansancio que muchos experimentan por las cuarentenas prolongadas, por los paros, puede llevar a algunos a la apatía, a perder el interés por lo que pueda ocurrir, a simplemente condenar todas las partes.
Hoy requerimos una curiosidad que nos lleve a superar la resignación, que nos acerque a la empatía que nos despierte para no desistir en la búsqueda de alternativas.
¿No hacemos confinamientos a pesar de la sobreocupación de las Unidades de Cuidados Intensivos porque no podemos garantizar una renta básica para los ciudadanos más necesitados? ¿Las protestas continúan porque alguien tiene objetivos oscuros y perversos o porque hay personas con muchas necesidades y decepciones?
La curiosidad es lo mínimo que requerimos, no solo para preguntarnos pasivamente qué va a pasar como un factor de protección individual, sino para acercarnos a la búsqueda de soluciones.
