Nunca lo creí posible, pero lo hice: dejé de comer carne por una semana entera y me alimenté con una estricta dieta vegetariana, al mejor estilo Matilda.
Me cogió en un momento de debilidad; de entrega nocturna total. Me convenció con los trucos que solo una estudiante avanzada de ashtanga maneja a la perfección. Combinando sonrisas pecosas con promesas etéreas, salpicadas por palabras complicadas. Ni siquiera me di cuenta cuándo fue que hice lo que hice, pero desperté al día siguiente, sabiendo que me había comprometido a ser vegetariano por 168 horas, y que no había manera de echarme para atrás.
¡Qué bueno!, dirán ustedes. Limpiar el cuerpo de colesterol, evitar el posible consumo de antibióticos que han sido suministrados a los animales, y sobre todo disminuir las tremendas huellas de agua y carbono, que conlleva el consumo de hamburguesa y morcilla. ¡Pues no! A mi me tiene sin cuidado que se tenga que sacrificar la vida de unas cuantas vacas y unos marranos, para satisfacer mi paladar. No me trasnocha en lo absoluto que cada vaca emita 90 kilos de metano al año, o que para producir medio kilo de carne de res sean necesarios 7.700 litros de agua. A mi lo que me place es comerme mis dos pedazos diarios de carne; y mientras más roja mejor.
Es más, no tengo ningún respeto por quienes se están montando a la moda del vegetarianismo. No entiendo cómo hay tanta gente desesperada por estudiar el tema, intentando encontrar la estrategia responsable y correcta para disminuir su consumo de carne. ¿Acaso podrán sobrevivir sin comer lengua en salsa?, ¿chunchulla rellena?, ¿lechona gourmet? Hay unos pseudoambientalistas tan exagerados que después de un tiempo —cuando sus cuerpos se acostumbran— dejan de consumir cualquier producto de origen animal, y se convierten en veganos. ¡Veganos! ¿Será posible ser vegano en el país de la dietética bandeja paisa?
Matilda jura que sí. Ahogada en sus batidos verdes matutinos, rebuscándose “superalimentos” provenientes de las entrañas de nuestras selvas, y embadurnada de spirulina, klamath y aloe vera, ella jura que es capaz de alimentarse de manera tan natural, nutritiva y ética, que tanto vacas, como pollos y marranos terminarán por ofrecerle fiestas y homenajes en el más allá.
La locura orgánica de estos amigos “antipitillos plásticos” no para ahí. Ellos no beben jugos de pulpa, no aceptan comprar frutas que vengan empacadas en icopor, y lo que es peor: no se comen ‘cualquier’ lechuga. Sus lechugas, sus tomates, sus acelgas y sus espinacas tienen que provenir de cultivos locales, de agricultores pequeños, que no hayan recibido pesticidas, y que no hayan sido congelados (para trasladarse desde un continente a otro). Ustedes pensarán que estoy inventando, pero no son fantasías; así son estos “triple x”.
Ellos no aceptan que sus vegetales sean cultivados por empresas gigantescas en un país lejano, a base de semillas transgénicas, y hasta les molesta que la manzana traiga una calcomanía que diga ‘Dole Chile’. ¡Dementes! Se las rebuscan para comprar sus alimentos orgánicos, directamente de agricultores locales, usando un celular inteligente. Y están tan bien conectados, que terminan recibiéndolos directamente en su casa.
En cuanto a mí, durante esa fatídica semana, debo aceptar que la profecía garcíamarquiana se cumplió: “pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos”. Pero eso sí, apenas me volví a engullir mi primer trifásico de desayuno —luego del ayuno— recuperé mi sanidad: volví a sentirme como todo un animal.