Santiago, 04 de Julio de 2013
Querido Horacio:
Hace muchos años, por circunstancias de la vida que algún día te contaré, tuve que ir varias veces, y siempre por casi todo el día, a un hogar para huérfanos con discapacidades mentales y motrices. Sus edades abarcaban desde los tres hasta los cincuenta años, pero las profesoras y asistentes del lugar los llamaban sin distinción «los niños». Casi todos habían sido llevados allí por sus respectivas enfermedades, todas tristes y algunas impronunciables.
Los niños, como ya lo sabrás, son expertos en hacer las preguntas más precisas, más incómodas; esas que nos desnudan frente a nuestra ignorancia o nuestra estúpida adultez. Uno de ellos, Mateo, de diez años, se acercó y me preguntó al oído: «Tía, ¿qué es el amor?», y una vez formuló la pregunta, se puso colorado, pero se quedó esperando mi respuesta. Y yo me quedé ahí, sin saber qué decirle, sonriendo como una tarada. Pregunta sin respuesta. Mateo se fue decepcionado.
Conversando con las profesoras, ellas me contaban —con mucha tristeza—, que todos los niños siempre les preguntaban por el significado de los sentimientos: amor, compasión, solidaridad, cariño, ternura… La profesora concluyó con desaliento: «Si siempre preguntan lo mismo, por algo será…»
Tiempo después, cuando regresé al hogar, las profesoras me recibieron con la noticia de que me «Mateíto nos dejó» y que ahora era un angelito más en la corte celestial, como ellas mismas se habían encargado de explicarles a los demás niños del hogar. Me contaron que nunca dejó de hacer su pregunta y que probablemente nadie pudo darle una buena respuesta.
Yo, que no he dejado de pensar una desde que me lo preguntó, solo sé explicar qué es el amor a través de tres escenas contundentes que para mí siempre lo han descrito de forma imborrable.
Una: cuando yo era niña, mi abuela se intoxicó con una carne de chivo que comió en la finca de su hermana. Terca como era ella, se negó rotundamente a ser hospitalizada y estuvo en cama, con suero y medicamentos, por más de un mes. Algunos momentos fueron especialmente difíciles: bastaba leer la cara del doctor para entender que la cosa se ponía fea. Pasamos muchas noches en vela, cuidándola. Otras noches podíamos dormir un poco más. Ante cualquier eventualidad, y desde el primer día de enfermedad, mi mamá y yo nos trasladamos a dormir a la pieza de mis abuelos. Aunque él nunca lo supo, muchas noches, mientras yo trataba de dormir con un solo ojo cerrado, lo vi llorar de rodillas al lado de mi abuela, poniéndose una mano de ella en la cabeza, y rezando quedito para que, si se moría, por favor Dios se lo llevara a él también de inmediato, «porque no hay vida donde no está usté, sumercé».
Dos: otro recuerdo persistente de mi infancia es en un ancianato, yendo a visitar a una prima de mi abuelo. Nunca olvidaré a una anciana que siempre nos preguntaba por su esposo, si lo habíamos visto, si estaba bien, que si lo veíamos, por favor le dijéramos que ella también estaba bien. El señor había muerto hacía más de veinte años.
Tres: durante muchos años, la sociedad (¿«la sociedad» vendría siendo nuestro Gran Hermano?) juzgó duramente a Théo Sarapo, un cantante griego que fue el último esposo de la gran cantante francesa Édith Piaf. Él era 26 años menor que ella y todos lo acusaron de vividor y aprovechado. Para cuando él y Piaf se casaron, ella ya estaba muy enferma y al poco tiempo murió. Sucedió lo que todos se imaginaban: que la fortuna de Piaf fue heredada por el vil Sarapo. La había hecho de oro: joven y con gran fortuna conseguida a costa de una mujer enferma y enamorada. Años después, cuando Sarapo se suicidó, se supo que la herencia de Piaf —que él conocía perfectamente desde que se casó con ella—, consistía en un montón de deudas que el «gorrión de París» había dejado como consecuencia de sus despilfarros. Sarapo se dedicó a pagar calladamente aquellas deudas, y evitó que se dañara el buen nombre de su esposa. Luego se suicidó.
Yo no sé tú, Horacio, pero para mí, eso es amor. Y John Lennon tenía razón: «all you need is love».
Abrazos mil,
Laura.