Resulta sorprendente que la dirigencia del Estado colombiano siempre se haya ufanado de que Colombia no es un suelo fértil para las dictaduras. Pero a la luz de varias décadas en las que nuestra anémica democracia ha generado tantos hechos de sangre, lo que deberíamos preguntarnos es: ¿para qué dictaduras, si con la democracia que tenemos, maltrecha y todo, podemos seguir nutriéndola con el martirio de quienes se oponen, no ya al Estado en sí mismo, sino al régimen económico y político que nos ha gobernado por tanto tiempo, al amparo de tomar los instrumentos del Estado para usufructuarlos a favor de un club de privilegiados?
Unas cifras escuetas y datos fríos nos pueden dar cuenta de la democracia monstruosa y reticente que nos ha regido: la dictadura de Pinochet en Chile tuvo cerca de 40.000 víctimas, entre esas, poco más de 3.000 asesinatos, de 1973 a 1990; la dictadura argentina, de 1976 a 1983, se estima que sus víctimas ascendieron a 30.000, la mayoría desaparecidos. En Colombia, al amparo de la democracia, tenemos mucho más que eso, de lejos: solo dos datos: se estima en 8 millones los desplazados y en 6402 las víctimas de los llamados “falsos positivos”.
Pero es el fruto que tenemos de la aristocracia que nos ha gobernado: la implantación en la psiquis social de una visión paronoide e invertida de la realidad. Esa visión ha supuesto que cuestionarla y hacerle oposición es estar en contra del Estado, porque el Estado supone que es ella misma. Y en esa defensa del Estado, que siempre han presentado como la “defensa de las instituciones democráticas”, hay que decirlo, no le ha faltado solo acudir a la violencia legal de ese mismo Estado, sino que también han creado un régimen jurídico que deja atrapado cualquier atisbo de cambio y, en los casos que se ha visto desbordada, no ha tenido recato en acudir a que “otros les hagan “el trabajo sucio y de monstruos” que implica defender un régimen con los niveles de violencia y desigualdad social que hoy conocemos.
La intensidad y alcance de la crisis social que hoy padecemos, al establishment solo parece mostrarle que esta es la misma vuelta de tuerca de siempre para atornillarse en el viejo relato de la conspiración de los enemigos del Estado de derecho y la democracia, cuando si algo parecen poner evidencia las últimas semanas, es que quienes han acudido a teorías conspirativas son justamente esas élites para construir la democracia llena de sangre en la que nos han habituado.
Esa manera de gobernar ha llevado incluso a valerse de manifestaciones de la protesta popular y ciudadana para invertir los fines y naturaleza de las mismas: las autodefensas campesinas de los años 50, las convirtieron en las autodefensas de terratenientes de la década de los 90s y principios del siglo presente; los llamados pájaros de la época de la llamada violencia, en la versión moderna de los sicarios; los métodos de la guerrilla se los copiaron para los paramilitares de fines del siglo XX y lo que va del presente siglo y así, otros ejemplos. Es decir, han echado mano de lo que los impugna como gobernantes, y les han puesto otro ropaje y otros fines para demostrar que pueden torcer la imagen del espejo de la realidad para que la sociedad colombiana vea la imagen que ellos quieren que vea y no la que en realidad es, con lo cual muestran una vez más lo lejos que pueden ir con tal de defender la democracia de sangre que nos han vendido. Esa es la terrible realidad de nuestra democracia.
Pero claro, esas élites saben muy bien guardar las apariencias. Tratan de mostrar guantes de seda cuando sus adversarios los obligan a sentarse a negociar, pero en esa dramaturgia seductora solo atinan a presentar su semblante malhumorado ante sus oponentes y ante los reclamos de la comunidad internacional cuando les toca. Y está claro, también, que si la democracia colombiana genera y provoca tanta sangre derramada y tantos muertos, esta no se diferencia mucho de cualquier dictadura que proscribe libertades y niega derechos,
En los últimos tiempos la estrategia está en torcerle el cuello a las garantías del Estado de derecho y por esa misma vía cambiar las reglas de juego para instalar el autoritarismo jurídico. No de otra manera se puede interpretar que se tome una exigencia de la CIDH para meter por la puerta de atrás del Congreso de la República una reforma burocrática en el máximo órgano de control disciplinario, convirtiéndola, además, en una pedrada contra el dirigente de la oposición que fue por el que se generó la exigencia citada: ¡una burla en toda regla! El mismo guion parece operar para defender el medio ambiente: exigencias de la comunidad internacional, acá los gobernantes las convierten en una oportunidad para establecer leyes que atentan contra el medio ambiente para complacer corporaciones transnacionales infames que, en sus países de origen acatan las normas ambientales pero en otros como Colombia, ni sus gobiernos ni el de los países de acogida les ponen freno a su codicia desmedida. Ni qué decir, del rostro que han dejado ver en los cambios que pretenden al régimen electoral, cuando parecen dispuestos a aplicar en las elecciones de 2022 aquel ideario de izquierda que reza que ¡el que escruta, elige!
El prontuario de sangre y monstruosidades de nuestra democracia, tiene un colofón siempre: la impunidad. No ha valido el martirologio de Rafael Uribe, de Gaitán, ni el de una generación de campesinos en los años de la violencia y durante el resto del siglo XX, ni el de militares y guerrilleros, ni el de candidatos presidenciales como Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo o Jaime Pardo Leal, ni tampoco el de mujeres, indígenas, jóvenes o de comunidades negras. Nuestra democracia garantiza prácticamente impunidad absoluta.
Por eso hoy ya no sorprende que cada tanto haya noticias del asesinato de un líder social, pese a que se viene registrando con más fuerza desde la firma de los Acuerdos con las ex Farc-Ep en noviembre de 2016. El asunto en años anteriores eran los asesinatos de sindicalistas, líderes comunales o campesinos y también de estudiantes, mujeres, indígenas o incluso periodistas y clérigos.
En el ocaso del siglo anterior y entrada la primera década del presente siglo, las noticias eran de masacres, por lo regular a manos de paramilitares o escuadrones de la muerte, pero también de la propia guerrilla y, a veces, hasta por bandas de delincuentes comunes. Y más atrás en el tiempo el país presenció perplejo e impotente la muerte de todo un partido de izquierda y la de una generación de dirigentes políticos que hoy solo son recordados por unos pocos, o por una franja en todo caso minoritaria de la sociedad. No cesa entonces esa horrible noche de muertes en la que la sociedad colombiana ha vivido por décadas (sino que es de siglos, como ya muchas veces algunos afirman).
La frase célebre, Colombia es la democracia más vieja del continente, parece ya una frase vacía. ¿De qué democracia podemos disfrutar, si parece revestirse de todos los atributos de una dictadura? Es una pena, pero la democracia colombiana tiene todos los tintes de una verdadera oración fúnebre.