Por mensaje de WhatsApp me enteré de que Efrén estaba gravemente afectado por la Covid. Me lo escribió una vieja amiga excombatiente, contándome que su padre había muerto y que él estaba internado en una UCI pasando por un mal momento. De inmediato le escribí un mensaje de condolencias y aliento que me temo nunca leyó. Murió a los pocos días.
Con la noticia de su muerte también me enteré de que su madre había fallecido el día anterior. La pandemia les arrebató la vida a los tres en una semana. Oí que él veía por sus viejos, seguramente no quiso dejarlos solos en el más allá.
Me dolió enormemente su partida. Pensaba que alguien como él vencería a la enfermedad y que al calor de un tinto compartido, cualquier día me relataría lo que había significado esa experiencia. La cruel realidad termina por aplastar nuestras quimeras. No volveré a encontrarlo jamás en la sede del partido, donde ejercía como Veedor del mismo y estaba siempre dispuesto a conversar.
Ni en ninguna otra parte tampoco. Acaso en un sueño, tras el cual, al despertar, sienta de nuevo el vacío de su ausencia definitiva.
Un hombre distinto. De principios inamovibles, testarudo y firme en sus juicios. Gustaba de repetir que él no se había vuelto revolucionario como los otros, leyendo a Marx, Engels o Lenin, sino gracias a la lectura de una novela, el Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón. Igual recomendaba la lectura de La rebelión de las ratas de Fernando Soto Aparicio.
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Gustaba de repetir que él no se había vuelto revolucionario como los otros, leyendo a Marx, Engels o Lenin, sino gracias a la lectura de una novela, “El Cristo de espaldas”, de Eduardo Caballero Calderón
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Un guerrero de toda la vida, formado por el Mono Jojoy, valiente hasta la temeridad. De esos que jamás mostraron el menor temor ante las descomunales operaciones militares contra el Bloque Oriental, a las que salía a enfrentar con una calma asombrosa. Precavido y malicioso contaba con serena habilidad para descubrir el paso siguiente del enemigo en el terreno. Incluso ideó una mira especial para los fusiles, con la cual se podía acertar en la lucha contra la aviación.
Las producía en el taller de armas del frente 27, en medio de las selvas del parque nacional de La Macarena, una rústica pero eficiente empresa artesanal donde se fabricaban en serie morteros de sesenta y ochenta milímetros y granadas para los mismos. Efrén dirigió la construcción de la vía que unió los municipios de Vistahermosa y Uribe, partiendo en dos la serranía, una sorprendente carretera con puentes de concreto y completamente cubierta de gravilla.
Por ella subimos en camionetas y camiones con la guardia del Mono Jojoy en pleno Plan Patriota, haciendo el cruce del frente séptimo al cuarenta. Años después, en marcha con botas y equipo a la espalda, volvimos a cruzarla cuando no quedaba de ella sino una ligera línea cubierta completamente de maleza y selva. La guerra se había encargado de hacerla desaparecer. La aviación había volado todos los puentes. Nada de eso amilanaba a Efrén.
Bajo su conducción marchamos durante meses de la serranía de La Macarena hasta Arauca, tiempo durante el cual pude conocerlo mejor. Sin vicio alguno, jamás se interesaba por el cigarrillo o el alcohol, y no gustaba de fiestas. En su parecer, el guerrillero debía ser un hombre frugal, sencillo, sin ninguna inclinación por las comodidades. Pasamos la Navidad y el Año Nuevo sin la menor celebración, ni siquiera el saludo de medianoche en aquel oscuro rincón de la Amazonía.
Reservaba un profundo respeto por las figuras históricas de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, así como por lo que representaba el Mono Jojoy. Estaba convencido de que las Farc habían derivado su fortaleza de las enseñanzas de los viejos. Entre ellas la lealtad a la organización, el respeto por sus decisiones, el espíritu de partido. Uno podía estar en desacuerdo con alguna orientación, pero eso no lo autorizaba para incumplirla, a alguna poderosa razón obedecía.
Por lo regular se terminaba por comprenderla después, cuando internamente se reprochaba por haber dudado. Por eso, pese a haber hecho parte de los duros entre los duros en la guerra, asumió sin la menor vacilación la firma del Acuerdo de Paz y el deber de su cumplimiento. Había sido el producto de un larguísimo esfuerzo de todos, del trabajo unificado de la dirección, rematado además por una Conferencia Nacional Guerrillera.
Quien no se había atrevido a hablar en contrario en los espacios democráticos, carecía del menor derecho a expresarse en contra después. Eso no era de farianos. Lo defendió hasta el fin. La guerra no tenía futuro porque causaba enorme sufrimiento a todos. La paz era lo mejor que podía ocurrirle a Colombia. La presencia de Efrén en las filas del partido deslegitimaba cualquier disidencia. Sus antiguas tropas lo admiraban, querían y seguían.
Y estoy seguro que lo seguirán siempre. Es que también por él, Efrén, nuestra única arma será la palabra.