Hace unos meses le pregunté a mi papá por qué antes era más fácil acceder a una casa propia o tener tierras y propiedades. Yo pensaba que todo tiempo pasado era mejor y que la gente, incluso de bajos recursos, había logrado una casa en ciudades tan costosas como Cartagena, Medellín o Barranquilla. Yo argumentaba que antes era más fácil vivir en la pobreza y que la era del consumo no había calado con tanta fuerza en la sociedad de ese entonces. La gente tenía más rendimiento de su dinero y se afanaba menos por llenarse de baratijas y cosas inútiles que se guardaban en las alacenas con la esperanza de algún día ser utilizadas. Mi padre me dijo algo muy sabio: "Antes solo teníamos y usábamos lo necesario". De modo que el dinero era para resolver necesidades básicas como vivienda, alimentación, vestido y salud.
Hoy por hoy ser pobre es muy difícil por muchas razones. La presión social es una de ellas. La sociedad exige que la gente se inserte en una lógica de mercado, donde la obsolescencia programada define el norte de las personas a través de la mortandad de los objetos. Nada es para siempre.
Mi padre me contaba que tenían dos pares de zapatos (uno para los fines de semana y otros para el resto de días), lo mismo pasaba con la ropa, los alimentos (muchos de ellos cultivados por ellos mismos), los enseres de la casa. La mayoría de estas cosas eran heredadas por los hermanos menores y muchos de los objetos sobrevivían a tres o cuatro generaciones. Es decir que esa modernidad líquida de la que nos habla el filósofo polaco Zygmunt Bauman estaba todavía en ciernes. Una nevera, una estufa, un automóvil o una plancha sobrepasaban con creces las barreras del tiempo y la velocidad.
En la sociedad contemporánea la obsolescencia de los objetos rompe todas las barreras, sobre todo aquellas que tienen que ver con el tiempo (que ya no se mide por horas sino por nanosegundos).
La sociedad cerca a la pobreza, la expulsa. De allí el fenómeno de gentrificación. La pobreza no es bonita para muchos y mucha gente suele ofenderse cuando la tiene cerca. Lo cierto es que la pobreza aumenta con el paso de las horas y el mundo no toma acciones para frenarla. Una frase manida sería decir que los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. Los pobres son cada vez más y los ricos son cada vez menos. Así de simple.
Lo aterrador es que (y esto viene antes de la pandemia) el planeta no crea mecanismos para que esto retroceda, así como tampoco crea estrategias para proteger en serio los recursos naturales, el medio ambiente y a todos los seres vivos (incluido el ser humano). Los jóvenes son las víctimas más directas de esta crisis. Los hombres y las mujeres que no pasan de los treinta años han perdido, en la mayoría de los casos, toda fe y esperanza en la humanidad (y esto incluye en las instituciones y en la política). Hombres y mujeres agotados, desesperanzados, desilusionados por esa lógica perversa del "sálvese quien pueda". No hay empleo, no hay solidaridad, no hay empatía ni apoyo. Miles de bachilleres terminan los estudios y se encuentran con una pregunta que les saca la lengua: "Y ahora qué?". Esa es la pregunta de mi hijo y de miles de jóvenes que como él acaban de obtener un título universitario. ¿Para qué estudiar Historia? ¿Para qué estudiar Filosofía? Pero también se agrega: ¿para qué estudiar Medicina?, ¿para qué estudiar Derecho, ¿para qué estudiar Economía o Relaciones Internacionales? El qué sigue ahora tiene una carga semántica que sepulta hasta al más optimista. Y es una pregunta que cala los huesos y los riñones, hace mella en el intestino. Y la respuesta no se ve al final del túnel; el final del túnel aparece cada vez más distante y minúsculo. Mas no hay luz, todo es oscuridad y ceniza, fuego humedecido por el llanto de quienes precedieron el camino.
Las posibilidades de acceder a un trabajo fijo y bien remunerado son cada vez más escasas. Las empresas ya no contratan a término indefinido, ya no quieren reconocer primas ni vacaciones. Y disfrazan eso con el supuesto "salario integral". Ahora se habla de contratación por horas y reducción de la jornada laboral.
Un mundo cada vez más hostil, desde el punto de vista ambiental, y cada vez más excluyente con sus habitantes. Y sé que muchos dirán que ahora hay más gente, que los recursos son limitados y que la pobreza es un asunto mental. Lo cierto es que el futuro es gaseoso, nublado y gris para millones de personas. Millones de personas en Colombia y en América latina dicen haber perdido la brújula que los llevaba hacia la luz. Ahora la brújula los lleva (los empuja) al abismo y a las fauces de la desesperanza.