A Lucas Villa lo mataron unos sicarios. Él era estudiante de la Universidad Tecnológica de Pereira. Según una de sus docentes, un ser humano lleno de amor, disposición para el aprendizaje, disciplina, buen rendimiento académico y un gusto fantástico por el baile. Lo mataron una noche en que departía con jóvenes que ese día habían participado en las actividades de la protesta social, en contra de distintas medidas tomadas por el gobierno del presidente Iván Duque Marquez. Fueron ocho disparos que acabaron con su vida después de una semana de estar luchando en una unidad de cuidados intensivos.
Y lo mataron. Esas balas fueron disparadas por el ciclo de los últimos cien años, fueron disparadas por una construcción histórica que ha determinado que las personas que no concuerdan con el credo del gamonal (dios, patria, familia, autoridad, progreso y fuerza), son ciudadanos de tercera categoría que no son dueños ni de su propia vida. En ese sentido las narraciones planteadas desde ese credo han convertido a indígenas, negros, campesinos, obreros, pobres, rebeldes, jóvenes, mujeres, indigentes, homosexuales, enfermos, ancianos, ateos, anarquistas y a todo aquel que atente contra el credo, en un enemigo que es animalizado para luego ser eliminado.
A Lucas Villa lo mató una continuidad histórica que no ha podido construir humanidad, un credo que diariamente crea inhumanidad y autoritarismo. Un credo que se cubre con camisa blanca, poncho en el hombro y sombrero de ala ancha. Un credo que postula una fe infinita en dios, con una práctica de caridad, en la que el respeto por el otro y lo del otro no hacen parte de las obligaciones de un buen creyente. Un credo que ha eliminado los diez mandamientos de la Iglesia católica para privilegiar una creencia carente de humanismo y amor por el otro.
Un credo que postula: matarás cuando el otro estorbe tu vida, robarás cuando sea posible y el otro te de la posibilidad, poseerás la mujer de tu prójimo así para ello tengas que desaparecerlo, honrarás a padre y madre desde que callen para no criticar tus acciones, nombrarás en vano a dios cuando sientas que eso te da poder o cubre tus faltas, harás fiestas que permitan adormecer a los otros (restandoles tiempo para pensar en sus carencia), codiciarás y tomarás los bienes ajenos (especialmente los recursos públicos), engañarás y mentiras desde que eso te beneficie y serás perdonado por todas tus faltas desde que te muestres devoto al dios dinero.
Es un credo que ha consolidado a Colombia como un país con más de siete millones de muertos por el conflicto armado en los últimos cincuenta años, el primer país con mayor cantidad de desplazados internos (cerca de 8 millones), el séptimo país con mayor desigualdad en el mundo, el primero en desigualdad en América Latina, sexagésimo quinto en tasa de desempleo (entre 214 países), cuarto país del planeta con mayor desconfianza en el gobierno, cuadragésimo noveno (de 69 países) con mayor impunidad, segundo país con mayor tasa de pobreza de América Latina, vigésimo con menor índice de paz en el mundo y el trigésimo séptimo con mayor ejército en el mundo.
Colombia es un país donde solo el 4% de la población que vive de la agricultura familiar, campesina e indígena es propietaria de la tierra. Los dueños del otro 96% mantienen la nación en un deshonroso puesto 166 en el índice de tierras cultivables (de 186 países).
Las cifras muestran que Colombia es un país que ha sabido cultivar de manera ejemplar la exclusión social como un dispositivo para el control social y la perpetuación de beneficios y prebendas de sus élites. En esas evidencia no se expresa con facilidad el uso criminal de la fuerza, la manipulación ideológica, la perpetuación de la ignorancia, el estímulo de la doble moral, la formación de la conducta limosnera, la entronización de la malicia y el robo y el menosprecio de la palabra como garante de acuerdos.
Sin embargo, en una lectura que cruza las cifras es viable inferir que las mismas son el producto de construcciones sociales de largo aliento, que efectivamente han sustentado su producción en los fenómenos enunciados. Se ha consolidado una mentalidad del colombiano y un tipo de relación muy distante entre los gobernantes y la población general. Una relación sin correspondencia donde es evidente la ausencia de un interés común que conciba el progreso y el bienestar como bienes colectivos.
Ello ha permitido que gran parte de la población, en más de trescientos años, haya asumido una perspectiva de vida no centrada en tareas y derechos colectivos, sino en ventajas individuales. Eso supone que cada colombiano es el producto del esfuerzo de los suyos y de las propias acciones. De igual forma supone que las normas están hechas para la legalidad y legitimidad de las acciones e inacciones de cada singularidad y no para encontrar un marco de posibilidades para todos los ciudadanos en el territorio.
Los tres poderes públicos en Colombia representan la perspectiva planteada, se administran los territorios para beneficiar exclusivamente a aquellos que favorecen la permanencia de una clase político administrativa, sin importar si eso redunda en un progreso colectivo. Se crean leyes para viabilizar formas de conducta social que generan beneficios constantes para los partícipes de las organizaciones sociales que reproducen el credo ya planteado. Los jueces están al servicio de la ley, con su ya definida vocación, lo que configura una justicia sin sentido de lo común, equitativo, redistributivo y justo.
¿Qué diferencia sustancial hay entre un chulavita y un miembro de la policía nacional del año 2021? Ninguna. Responden de la misma manera y bajo la misma tendencia. Son individuos preparados y entrenados para reducir al otro monstruoso, al otro sin características humanas . Guardadas las proporciones no hay diferencia entre los Orcos y los Uruk hais, son seres sin una propia conciencia que responden de manera obediente a las orden de Sauron (El señor de los Anillos). La orden es una sola, reducir y restringir la capacidad de acción y respuesta del otro sin que importe su bienestar o integridad.
Durante más de ochenta años, la zona rural colombiana estuvo sometida a la criminalización y la acción de guerra por parte del Estado. Cada campesino era concebido como un monstruo alienado que debía ser eliminado porque apoyaba al enemigo. La guerra no solo se enfocaba en las fuerzas alzadas en armas, fue tanto o más sangrienta con la población campesina. No en vano, en las zonas con un histórico de mayor conflicto armado, fue masivo el voto por el sí al referendo para que la dejación de armas de las Farc fuera parte del paquete constitucional. Claro, en las ciudades votamos el no, lugares donde la guerra no ha sido una constante que cobija a toda la población.
La ciudades en Colombia no se conformaron de manera planeada, como tampoco bajo una mirada de beneficio común, participación, accesos compartidos, cubrimiento de necesidades y una protección social con cobertura total. Las ciudades fueron de entrada un escenario prodigo para la iniquidad, la marginalización, la exclusión y el menosprecio social. Crecieron y se densificaron de forma progresiva, sin la previsión necesaria para establecer baterías sociales y condiciones urbanas generales para el bienestar.
Los sectores populares crecieron de manera desaforada, en un abandono sustancial que derivó en formas institucionales y culturales no correspondientes con un ideario colectivo de ciudadanía. En lugar de un trabajo social mancomunado para su transformación, dichas condiciones fueron aprovechadas por todas las formas criminales (legales e ilegales) para convertir a los jóvenes que allí habitan en instrumentos de violencia (mercenarios, pandilleros, campaneros, jíbaros, paramilitares, sicarios, ladrones, atracadores, extorsionistas, milicianos, soldados, marinos…).
De igual forma fueron aprovechados para que hicieran parte de la fuerza laboral que no tiene un reconocimiento en salarios adecuados, prestaciones sociales y valoración humana. A estos barrios populares no ha llegado una propuesta gubernamental integral y ambiciosa que pretenda cambiar las condiciones de sobrevivencia y supervivencia. Se brindan ¨paños de agua tibia”, programas de bajo presupuesto y ante todo acciones de los respectivos gobiernos, atrapadas en la red clientelar, la extorsión, la caridad cristiana y el menosprecio a la diferencia.
La muerte ha rondado la vida de los jóvenes de los sectores populares. Ajustes de cuentas, ejecuciones extrajudiciales, narcotráfico, control territorial, microtráfico, pandillismo, milicia en zonas de intenso conflicto armado, rituales de ingreso, crimen organizado y delincuencia común, entre otros, son los escenarios que han configurado la normalización de la muerte como un hecho que los acompaña y reclama.
En esa perspectiva se ha creado una condición de no futuro. Son jóvenes no futuro, pertenecientes a familias no futuro, en sectores y barrios no futuro. Al estar lo popular ubicado en zonas donde las barreras naturales y urbanas han definido fronteras, este termina ubicado en un lugar que no es percibido por la ciudad en su conjunto, tanto los ciudadanos, como los entes públicos y privados, dan por descontada su existencia. Claro, eso cambia cuando las lógicas políticas y económicas requieren de los jóvenes no futuro. Fueron ellos los que engrosaron las filas del ejército nacional, los escuadrones de la muerte, las milicias urbanas, las bandas delincuenciales, las ollas, los ejércitos de sicarios…
El creciente cinismo del Estado, afincado en gobiernos que eligieron la guerra y el autoritarismo como su baluarte, determinaron un abandono adicional que sobrepasó la línea marginal de los no futuro a los otros jóvenes populares y de clases medias. Una sociedad sin oferta laboral, por el desmedro creciente de la inversión en el campo, la apertura económica, el libre comercio, la entronización del consumo de productos foráneos, la depreciación de las empresas estatales, la pauperización del salario, la desregulación de la producción fabril y la dependencia absoluta de la economía en la explotación minera y petrolera, llevó a los jóvenes a una desesperanza profunda que linda con la obsolescencia de sus potencialidades y recursos.
Una economía mediocre, al servicio de la corrupción empresarial y política, apalancada durante varias décadas por los dineros del narcotráfico, el contrabando, la comercialización de la vida humana y las remesas de los millones de migrantes. Una economía al servicio de las élites ganaderas, las grandes multinacionales, los latifundios, el comercio internacional y el crimen organizado. Una economía con un impacto ambiental severo, que ha comprometido la salud, el bienestar, la sostenibilidad y el futuro de grupos humanos y de ecosistemas completos. Una economía que pone en riesgo la pervivencia de la segunda biodiversidad más grande del planeta tierra.
En un ciclo histórico que no termina, en el cual es viable ubicar la masacre de la bananeras, el bogotazo, la violencia bipartidista, la emergencia de las guerrillas campesinas, la emergencia del narcotráfico, la deforestación a favor de cultivos ilícitos y ganadería, la consolidación de los grupos armados ilegales, la entronización del credo paramilitar (que incluye todos los poderes del territorio), la minería a gran escala y la subducción del Estado para ponerlo al servicio de neoconservatismo político y neoliberalismo económico.
De igual forma la manipulación de la diferencia y la diversidad como fórmulas para ablandar la resistencia social, el uso de los medios de comunicación para llevar a cabo una permanente guerra psicológica, el uso reciclado de discursos del odio y el menosprecio, la manipulación lisonjera y mediatiza de la religiosidad y trascendencia, el uso instrumental de la indignación, la constatación de la impunidad como forma social consumada, el uso sutil y duro de la fuerza, la violación permanente del Estado de derecho, el desconocimiento amañado de los fallos de las altas cortes.
Como es evidente, en la interpretación de las estadísticas arrojadas por el Dane, un 20% de la población colombiana vive y mantiene sus condiciones de acceso económico y capacidad de consumo, derivadas del tipo de país que hemos construido. No en vano el apoyo social a las condiciones objetivas y subjetivas de país es evidente en las expresiones ciudadanas, como también en los procesos de representación y elección de los representantes políticos. Aquellos que se erigen desde el credo paramilitar, como las personas de bien, son los que navegan sin problema en la estructura derivada de las condiciones enunciadas. El otro 80% no tenemos la misma percepción.
Por primera vez en el ciclo, sobre todo en lo atinente a las ciudades, los jóvenes no futuro están desconectados de todos los aparatos que los usufructuaban para su beneficio. El crimen organizado y las estructuras armadas al margen de la ley se olvidaron de los barrios. La pandemia hizo lo suyo, bloqueó circuitos, rutas, convenciones, estructuras, y dinámicas donde entraban estos jóvenes. De igual forma quedaron ablandadas formas de atrapamiento social, como es el caso de las barras bravas del fútbol, el cobijo social que daban los narcotraficantes, y la valoración sublime de las pandillas.
Con una pobreza que ya no puede ser invisibilizada por los modelos estadísticos, una pobreza que no ha parado de crecer ante el abandono sostenido del Estado, una pobreza que ha determinado una indolencia crónica y una reducción pasmosa de las solidaridades que dependen de los gobernantes. Un ciclo que ha definido unas masas poblaciones que acceden a mínimos recursos y servicios en las diferentes propuestas institucionales, que ha condenado al país a la dependencia tecnológica y el menosprecio por el pensamiento crítico y la racionalidad científica. Ello ha constreñido los accesos de toda índole, restándole al conjunto de ciudadanos la posibilidad de vislumbrar un futuro a mediano y largo plazo.
A Lucas Jaramillo lo mató el credo de este país, un credo que se hace evidente con toda su potencialidad cuando los ciudadanos salen a las calles a protestar y reclamar sus derechos individuales y colectivos. En tiempo reciente más de 6400 Lucas fueron asesinados en ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas de Colombia. En los últimos tres años fueron asesinados de manera selectiva más de 1100 Lucas que eran reconocidos por sus comunidades y grupos sociales como líderes sociales.
Más de 60 Lucas han sido asesinados en el paro 2021, siendo evidente el acuerdo entre los poderes del Estado para que la impunidad de nuevo se erija como una de las condiciones que sostiene el credo gamonal. A la fecha hay 379 desaparecidos reportados, y no se sabe a ciencia cierta cuántos son…
Las respuestas dadas por el gobierno Duque son esperadas, parte de un mismo repertorio, el discenso es reprimido, el miedo y el aplazamiento son convocados como estrategias exitosas y se renueva el uso indiscriminado de una fuerza que es amparado por la impunidad.
¿Qué nos queda como ciudadanos?
Evaluar nuestras prácticas, valores y usos con respecto al credo gamonal. Solemos replicar gran parte del credo y eso nos hace copartícipes en la vida cotidiana de las disposiciones del poder hegemónico en Colombia.
Trabajar el control personal frente a las situaciones que nos producen frustración
Identificar si nuestras formas de consumo favorecen los soportes del credo gamonal. La preferencia cómoda de hacer compras en supermercados y tiendas de cadena. El menosprecio por los sitios de consumo local y el menosprecio por las lógicas y prácticas de la ruralidad.
Interrogar el menosprecio de nuestra etnicidad, la tendencia al blanqueamiento y la negación del origen negro e indígena.
Replantear el sentido de familia, los acompañamientos que hacemos a nuestros hijos y el tiempo dedicado a la crianza.
Presionar y acompañar a la escuela para transformar los currículos, los modelos didácticos, con la finalidad que estos sean correspondientes con las necesidades sociales, culturales y productivas de cada región.
Participar de asociaciones de consumidores, veedores ciudadanos, defensores de la salud como derecho, promotores de la justicia social, educadores populares, intercambio solidario, vigilancia electoral, protección ambiental, etc.
Vigilar y acompañar los proyectos de ley que son presentados en cada legislatura de cámara y senado.
Usar permanentemente los mecanismos de participación ciudadana.
Acompañar acuerdos ciudadanos para la búsqueda y elección de una renovada clase política que esté fuera de las cadenas creadas por el credo.