Los colombianos debemos ponernos en la tarea urgente de recuperar los significados verdaderos y amplios de las palabras. Tal como lo dijo Confucio: “Si las palabras no son las correctas, si ellas no corresponden a las realidades, el lenguaje queda, entonces, sin objeto. La acción se convierte en imposible y, en consecuencia, todas las empresas humanas se desintegran”.
A propósito de nuestro tema, es importante rescatar que la palabra “capital” tiene un significado anterior a los que solemos referirnos. Por lo general la empleamos como sinónimo de “principal” (ciudad capital) o para atender a su acepción en la economía (el capital del capitalismo, el capital para crear empresas). Lo cierto es que “capital” nos viene del latín “capitalis” (relativo a la cabeza) que a su vez viene de “caput” que quiere decir “cabeza”.
Es interesante observar que las palabras del español que tienen este origen suelen derivar de “cabeza” como metáfora de mando, más que como metáfora de razón; la cabeza desde donde se le ordena al cuerpo más que la cabeza con que se razona. Supongo que la política y el poder han debido de tener mucha influencia en esta conducta del idioma. Por eso uno encuentra palabras como capitán, capataz, capitolio, ciudad capital, todas del mismo origen “caput” y todas referidas, de alguna manera, al mando, al poder.
No obstante, en momentos de tanta ira y confusión, es preciso recuperar que la cabeza no solamente es “puesto de mando” sino que también debe ser razón, pensamiento, inteligencia, ojalá sabiduría.
Este es el sentido por el cual destaco que Sevilla es, sin lugar a dudas, otra capital de las protestas. Es que no es razonable graduar, exclusivamente, como capitales de las protestas a ciertas ciudades por el solo hecho de que allí hubo el mayor número de incendios, muertos y heridos, puntos de bloqueos, comerciantes vandalizados, empresas arruinadas.
Allí ocurrió exactamente lo contrario. Lo que ha ocurrido en Sevilla es ejemplar y aquí nadie lo destaca. Es como si hubiésemos caído, además de todo, en el extraño síndrome de ignorar y despreciar todo aquello que se hace bien por el solo hecho de haberlo hecho sin sangre y sin insultos.
Sevilla es un pueblo de 45.000 habitantes enclavado en el nororiente del Valle del Cauca, sobre la cordillera central, que a punta de trabajo se ganó el honroso título de Capital Cafetera en un país cafetero como Colombia. Es un pueblo de gentes amables que combinan dos magníficas y recias culturas, la paisa y la vallecaucana, de allí que se diga que Sevilla es “paisalluna”. Claro, con un toquecito de tolimenses, nariñenses y caucanos.
Es, también, una joya geográfica que incorpora todos los climas habidos y por haber, cuyas riquezas ambientales regalan sus aguas a ocho municipios vecinos. Es agrícola y es artística y goza de magníficos núcleos intelectuales. Así mismo sueña con los pinitos que comienza a hacer en el horizonte turístico que la cautiva.
Sevilla es vitalidad, es unas ganas enormes de echar pa´lante.
Pero Sevilla también ha sido violencia y crisis. Nació como uno de los partos de la Guerra de los Mil Días, bajo la batuta de Heraclio, el mayor de los hermanos del general Rafael Uribe Uribe, por allá en 1903. Por eso Sevilla ha sido liberal hasta los tuétanos, incluidos los charcos de sangre que quedaron regados durante La Violencia de los años cincuenta y que no pararon allí. Por allí también pasaron la violencia guerrillera y la paramilitar y la del narcotráfico, y tristemente, por allí también comienzan a aparecerse los nubarrones que advierten la presencia de las nuevas versiones de las violencias que nos acechan.
Con esto quiero decir que Sevilla también es Colombia, en el sentido de que es uno de esos pueblos de menos de 100.000 habitantes que hemos gozado y sufrido la historia de Colombia y que constituyen, ni más ni menos, el 95 % de los pueblos de Colombia. De esos pueblos que la élites de Bogotá, los burócratas del centralismo y los periodistas de la gran prensa nunca voltean a mirar, salvo cuando hay algún charco de sangre que hay que ir a cubrir.
A ver les cuento:
Durante estas protestas, las marchas de Sevilla fueron gigantescas. Muchos opinan que son las más grandes que se hayan visto por esos lares en toda su historia. Todo el pueblo estuvo unido contra la locura esa de la reforma tributaria. Además de gigantescas, las marchas fueron beligerantes y altivas, tal como lo es el sevillano, y la gente estaba emberracada, en toda la extensión de la palabra.
¡Pero, ojo! En Sevilla no hubo violencia. No hay duelos qué llorar, ni un solo patrimonio público qué reconstruir, ni hay una sola vitrina qué restaurar, ni una sola ofensa que corra el riesgo de convertirse en venganza.
Entonces: ¿no pasó nada en Sevilla?
Todo lo contrario: En Sevilla sí pasó y sigue pasando. De eso se trataba y se trata.
A estas alturas ya se superó el paro y ahora avanzan unas mesas de trabajo por sectores sociales que se pactaron entre el alcalde y el Comité Cívico de apoyo al Paro (así lo llamaron los líderes sociales), con el fin de ir diseñando las reivindicaciones y los planes a seguir para los campesinos, los jóvenes, los empresarios y los indígenas.
Y la pregunta del millón: ¿qué tuvo Sevilla que otras poblaciones no tuvieron, para haber podido salir victoriosa de este trance nacional?
Por lo pronto vale resaltar algunos elementos que fueron determinantes.
Primero, un magnífico alcalde. Jorge Palacios es un alcalde que entendió algunos fundamentos que debieran ser imprescindibles en todo gobernante y que, naturalmente, le funcionaron. Entendió que un gobernante debe cultivar su prestigio y su autoridad moral para poder gobernar, sobre todo en momentos de crisis. Palacios no ha tenido ningún escándalo de corrupción ni de conducta personal que hayan afectado su credibilidad, luego llegó a los momentos difíciles con una voz escuchada y atendida. También entendió que lo eligieron para que se convirtiera en el alcalde de todos los sevillanos y no de los que lo eligieron o de los de un solo sector social o ideológico. Tanto lo entendió así, que habiendo ganado como candidato del Partido Liberal, apenas ganó, tomó la decisión sabia de impedir que la polarización nacional le contagiara su municipio, y tomó la decisión de construir consensos sobre la base del respeto y la cordialidad personal. Hoy, el líder del Centro Democrático y el líder del petrismo se sientan juntos a trabajar y construir en su gabinete de gobierno.
Segundo, unos magníficos líderes sociales al frente de las protestas. Comenzando porque desde el principio le dieron a sus luchas un carácter cívico por encima de lo ideológico y lo electoral. También acertaron cuando asumieron con entereza la responsabilidad política de no permitir que los vándalos fueran a aprovecharse de sus movilizaciones para sembrar de muertos, robos y destrucción. Fue el comité el primero en controlar cualquier intento de desmande. También entendieron que en esa lucha estaban todos y por lo tanto en el comité se integraron jóvenes, campesinos e indígenas al lado de los empresarios, los artistas y las iglesias. Y, por último, yo diría que tuvieron el acierto enorme de no ser idiotas útiles de nadie. Desde el principio entendieron que eran dirigentes de Sevilla y que no podían ponerse a esperar a que los de Bogotá hicieran lo suyo mientras los sevillanos se quedarían después viendo un chispero. Cuando vieron que los de Bogotá estaban patinando y que el paro comenzaba a perjudicar a la población, entonces se sentaron con el alcalde y pactaron el levantamiento de los bloqueos y el itinerario de diálogos para construir entre todos, en paz y democracia, los cambios que vendrán.
Desde hace tres semanas Sevilla pasó del paro al diálogo y las mesas de trabajo tienden a ir hacia un gran Cabildo Abierto convocado entre todos y que acaba de ser autorizada la recolección de firmas por parte del Consejo Nacional Electoral.
Y tercero, un magnífico pueblo. Los sevillanos decidieron que su identidad de sevillanos está por encima de los conflictos y las contradicciones que existen en toda comunidad. La consigna de todos es “Primero Sevilla”. En Sevilla existe un gran tejido social. Allí todos se hablan entre todos. No hay desgarramientos. Todos saben que hay que cambiar cosas, que hay que juntarse con dignidad y justicia y que hay que organizarse para hacer que Bogotá los escuche, les responda y les cumpla.
Estas tres realidades fueron, son y serán definitivas en este momento de la historia de Sevilla.
Hoy, ningún colombiano con dos dedos de frente y de corazón puede pensar que la duda gira entre cambiar o no cambiar. Cambiar es un imperativo humano y social para Colombia. Pero sí tiene que saber que está ante la decisión de avanzar por el camino de la democracia y el diálogo o perderse en el atajo de la revuelta, el dolor y la autodestrucción.
Por lo pronto, que quede claro que en Sevilla no vamos a dejarnos imponer ni la indolencia imperturbable de las élites que a lo largo de la historia no se han dignado responderle las carta al coronel Aureliano Buendía ni el terror destructivo de los vándalos, por más ropajes seudorrevolucionarios con que intenten disfrazarse.