Pedro es un joven colombiano, 23 años. Con cinco años de primaria y tres de secundaria. Un rebusca vidas en todo el sentido de la palabra. Zapatero, agricultor, mesero, ladrón, limosnero, albañil...
Huérfano de la violencia desde los doce años y prófugo de la justicia, desde siempre. Cansado de su pobreza y miseria decide ser un trotamundos. Se une a una pequeña caravana que pasa por su cambuche y emprende un camino alucinado, fascinante y misterioso. Duerme en las calles, en las trochas, en los andenes y hasta en las estaciones de policía, lugar al que es llevado con frecuencia por robar dulces, comida o ropa...
Lo encontré en la ciudad de Pasto, acompañado de un grupo de venezolanos que deambulan en busca de algo para saciar su hambre. Ya es uno de ellos, tiene su acento, costumbres y hábitos. Ya no siente nada por su patria, es un paria más sin esperanza alguna.
Nos llama la atención su atuendo, especialmente sus zapatos que parecen hilachas de tanto recorrer caminos. Sus dedos a la intemperie, las suelas completamente desgastadas y su sonrisa pintada de sueños y espantos.
Como testimonio de este encuentro y mientras tomamos un tinto nos permite una foto de sus extraños zapatos que cuida como un tesoro. Es el hijo de la inequidad y la desigualdad social y económica, un extraño entre los suyos, un refugiado entre vecinos sin tierra.
Es el rostro de todos y de ninguno. Es la sangre de Latinoamérica. Es la savia de nuestra tierra. Es el sorbo amargo de un destino que pudo ser sol, convertido en noche. Es Pedro, el nombre de muchos, los pasos extraviados de una juventud que abatida y humillada se convierte en zumo de utopías. Primera línea de una desesperanza que ante la imposibilidad de perder algo lo arriesga todo por alcanzar poco.