Mientras el vaho se levanta de la taza, viene a la mente que el componente de la infusión es café de segunda, del millón de sacos que se importan para el consumo interno, porque el grano de calidad que se produce en esta latitud se exporta.
Además, la leche, en la taza de café, no es la que sale de la ubre de la vaca, sino la que se “pasteuriza, proceso que consiste en aplicar a una temperatura de 62-67 grados durante 10 o 20 segundos y posteriormente mantenerla a un máximo de 4° para poder almacenarla hasta su tratamiento definitivo.” Si, eso es cierto, no obstante, no se puede ignorar que en la taza que tengo sobre la mesa está presente la “leche descuartizada”. Hago tal afirmación porque hay diferencia entre la leche en su estado puro, que no es la que se encuentra en la taza de café, pues a ese líquido que se mezcló con el café se le ha retirado aquello de lo que se hace el queso, la cuajada y la mantequilla. Me parece que es agua teñida de blanco, a la cual se le ha añadido leche en polvo, que ha viajado desde el otro lado del charco.
El pan de crujiente textura, de sabor particular entre dulce y salado con la supuesta mantequilla natural, el bocado apreciado es hecho con harina importada, pues la producción de trigo se dejó a un lado lo mismo que los molinos que caminan hacia la ruina en Nariño, Cauca, Boyacá, Cundinamarca. Además, el pan se trae directamente de Europa, gracias a la tecnología de ultracongelación, proceso que hace posible el hornear en cada local y lograr que su aroma llegue a los clientes.
Y al saber todo esto busco, por suspicacia, en el celular de dónde viene el azúcar. A la sazón me entero de que el dulce es importado, como si por estos lares no existieran cultivos de caña, trapiches e ingenios. Lo cierto es que con la economía de mercado y la apertura se abre el país para que descarguen en los puertos lo que se produce en abundancia en las tierras del trópico.
Ya por socarronería, con sospecha, observo la cucharita utilizada para endulzar y me entero de que viene de un país vecino. No sé si por terquedad, levanto la taza para ultimar el último sorbo y al voltear el pocillo y el platico me encuentro que en la base está estampado el sello del lejano país donde se fabricó la taza y la escudilla. Por lo tanto, me doy cuenta: no es cerámica nacional, sino que esa loza viene de un remoto país, en el lejano oriente.
La mesera me mira como diciéndome que es hora de levantarme e ir a pagar en la registradora, porque me demoré mucho al ocupar un lugar para los clientes que se encuentran en el vano de la puerta, a la espera de una mesa y asientos vacíos.