Dispuesta estratégicamente por la naturaleza como un oasis manifestado en medio de un desierto urbano, la Quebrada La Vieja, ubicada en los cerros orientales de la capital, se convierte cada vez más en un paisaje vital y exuberante imprescindible. Los tiempos modernos, tal como los presagiaba el título de la célebre película de Chaplin en 1936, son los tiempos del hierro fundido, la industrialización y, ahora aún más, los de la mercantilización de lo humano, que centrifugan al hombre lejos del grito originario. En parajes como el de la Quebrada La Vieja en Bogotá están contenidos en el aire los concomitantes de aquel grito originario de la naturaleza, capaces de retocar el alma para cambiar siempre el semblante de quien la recorre. Más aún, esto sucede para quienes la recorren con mayor frecuencia como Don Pedro.
Él es el guardián de esta quebrada (perteneciente al cono urbano de la ciudad de Bogotá) no es un hombre de tiempos modernos, por lo que la conversación con este jardinero de profesión lleva una cadencia primitiva y apacible incomparable. Su percepción es claramente distinta de quien habita al máximo el mundo moderno y sus frases son tímidas, pero opulentamente sabias comparadas con la escasez que padecen muchas acerca de la naturaleza y la vida. Sus sueños de niño fueron limitados o, mejor dicho, bien definidos por el deseo de permanecer siempre cerca de la naturaleza, y no soñó con ser otra cosa distinta. Su trabajo lo hace feliz y, a menos de que la vida se lo pida, no dejará de trabajar como el jardinero de esta quebrada hasta sus últimos días. Sus ojos confiesan amor por las plantas y “lo bonito que se ve esta quebrada”, dice, con todas las permutaciones sufridas en el tiempo y de las que él ha hecho parte durante 23 años. Don Pedro sabe dar cuenta de los eucaliptos que había antes en el lugar y de cómo se han ido viniendo abajo solitos, que más y nuevas especies de aves han llegado al lugar, que los peces siguen nadando en los pozos de la quebrada y que los arbolitos que plantó un día son ahora exuberantes especies frondosas para el bosque que compone este ecosistema único. “Los ratones yo los dejo por ahí, no los mato, ellos ayudan a limpiar los canales y son parte del lugar; hay gente que se asusta, pero ellos tienen una misión”, agrega Don Pedro.
Dentro de su sosegado hablar son pocos los términos sofisticados, sin embargo, Don Pedro se refiere con una sapiencia apabullante a “la energía que producen las plantas y la naturaleza”, incluidos los animales. “Ah, ¡cómo que no tienen alma! Ellos le dan a uno energía; una vaca le da a uno leche, pero también energía, y las maticas, uy, son energía; y se ponen bonitas con el esfuerzo de uno contento”, comenta Don Pedro. La experiencia de Don Pedro es noble y genuina, reconoce que el bosque puede estar habitado por otros seres, que un árbol es un ser vivo y el agua también lo es, y hasta cree en que las hadas y los duendes, de los que la gente dice habitan en los bosques, sí existen y son almas que están ahí.
Este ecosistema parece tener vida propia, se mueve, se oye, se siente y lleva su propia energía, como lo percibe Don Pedro, para lo cual solo ha tenido que rendirse a lo elemental del buen observador y a la sensibilidad innata de quien espera recibir un mensaje maravilloso. Si pudiera pedir un árbol a su nombre en este bosque, dice que sería un Chicalá y que para el momento que le toque, también le gustaría que sus cenizas corrieran por las aguas de esta quebrada, tal y como dice haber visto que otros ya lo han hecho. A Don Pedro no me queda más que extenderle un agradecimiento por su labor inspiradora, tan valiosa e imperecedera, pues su huella en la historia de esta quebrada ya persiste en el tiempo. Estrechar su mano al final de esta entrevista es de un valor afortunado.