Desde donde estaba escuché a aquel hombre decir, con rabia, en una especie de reclamo: “yo nunca he participado en esas cosas”, “yo nunca participaré”. Se refería a los manifestantes, que gritando consignas, pasaban por el frente de su puesto ambulante de dulces.
Con cautela, con la disculpa de comprar un par de cigarrillos, que no me iba a fumar, le interrogué sobre su indignación.
Mire, yo no la he tenido fácil, empezó. Mi madre me parió en la casa donde trabajaba como empleada doméstica, sabiendo que cualquiera de los hijos de esa familia de bien, podía ser mi padre, o de pronto el señor de la casa. Y luego cuando la echaron a la calle, sin reconocerle un centavo por su labor, y sin importarles mi suerte, me levantó en un tugurio, lavando ropa ajena. Allí tuve padres prestados, por horas o por días, que se creían con derechos sobre mí, y que ejercían su fuerza y su autoridad para que les sirviera.
Y mire, aquí estoy, con mi propio trabajo. Estos dulces me dan para comer. A duras penas puedo sumar, y no sé leer ni escribir, pero no me ha hecho falta saberlo, no me quejo de la vida.
Y más adelante observé a una mujer, también indignada, porque se interrumpía su labor por los marchantes. Ella también quería hablar. Me contó cómo se formó en la miseria y el abandono, abusada por un padrastro, y luego maltratada por un esposo y otro y otro, hasta decidir seguir sola, estando feliz ganándose la vida limpiando casas y haciendo oficios varios.
También me contó que nunca pudo pisar un aula escolar y cómo se las ha arreglado para salir adelante. Me dijo que un hijo se fue con los paramilitares y el otro con los del monte, sin haber vuelto a saber de ninguno de los dos. Cada uno se labra su propio destino, sentenció.
Pude darme cuenta entonces de que no necesitaron doblegar nuestros cuerpos para esclavizarnos, que con doblegar nuestra estima era más que suficiente.
Y me motivé a seguir indagando, y descubrí que los jóvenes protestantes de la primera y de la segunda y de la tercera línea tenían las mismas historias de exclusión, que los jóvenes de la policía, y que los agentes del Esmad, que no perdían oportunidad para agredirlos, y que recibían a su vez su rechazo.
Y miré hacia los militares, y no vi a hijos de presidentes, de políticos o de empresarios, vestidos de soldados, empuñando las armas para repeler la protesta.
Hice memoria y descubrí que todos los jefes de los grupos armados, los legales y los ilegales terminaban llevando vidas muelles, sin responder por sus culpas, mientras los de abajo ponían el pecho a la guerra.
Y descubrí que una senadora, cuyo millonario cheque mensual, ni siquiera lograba hacer la diferencia en sus cuentas bancarias, mandaba a trabajar a unos “vagos”, que por su esfuerzo de 10 o 12 horas diarias, no alcanzaban ni siquiera un miserable mínimo mensual.
Y vi a aquellos que se consideran favorecidos por la suerte, que, hipotecando su conciencia, quieren incluirse dentro de los privilegiados, olvidando sus orígenes, desconociendo la suerte de sus padres, y de sus familias; y que ahora se ponían del lado del poder, desconociendo que son apenas una excepción, y una suerte de cortina de humo, para hacer creer que las oportunidades de verdad existen, cuando son apenas unos beneficiarios de las migajas del pastel, que los verdaderamente privilegiados dejan caer al suelo. Que son a la postre objetos útiles de los dueños de todo.
Y no pude dejar de mirar a los hijos de alguien, hechos de la noche a la mañana empresarios, amasando prematuras fortunas, eso sí sin palancas, ni ayudas, ni privilegios.
Y no pude pasar por alto a tantas personas buenas, que eran gente de bien, enfrentadas por mucha gente de bien, en la que no todos eran personas buenas.
Y entonces yo también me indigné, creyendo ahora sí, saber el porqué de tanta rabia y tanto dolor acumulado.