Uno esperaría que fueran capaces de desmarcarse de las emergencias mafiosas, que se expresaran indignadas ante la barbarie que desataron algunos de sus vecinos, y que no dejaran avanzar el estigma sobre un sector al que, con evidentes causas, ya empiezan a llamar Ciudad Bacrim. Uno esperaría que no se sumaran al guion del "retorno a la normalidad" y que le señalaran a los gobiernos (locales, regionales y nacionales) lo inconveniente que resulta resolver un paro a sangre y fuego. Uno esperaría que tuvieran los elementos para discernir entre una fuerza pública y un ejército privado dispuesto para defender los intereses de los más fuertes. Uno pensaría que la lectura y las experiencias vitales los llevarían a rechazar la bota militar.
Soy de los que se niega a pensar que aquellos que dispararon contra los estudiantes de Univalle son los mismos muchachos que tuvieron la opción de ir a colegios bilingües, los que contaron con la oportunidad de una educación estética y se beneficiaron por esa bendición que es la experiencia de los viajes. Me niego a creer que los que dispararon contra la prensa son los hijos de las tradiciones del conocimiento, la técnica y la consolidación de renglones de producción y comercio. Me niego a creer que los nietos quieran quemar la universidad que sus abuelos ayudaron a fundar. Me niego a creer que estos que ahora se comportan cual bandidos —hechos al ridículo del anacronismo de la lucha anticomunista— sean las generaciones de quienes fundaron la CVC, consolidaron la Sociedad Portuaria, edificaron Asocaña, lucharon por la Sede Palmira de la Universidad Nacional de Colombia, escribieron la historia de Coltabaco, crearon el diario El País e hicieron posible la historia de Manuelita.
Estoy seguro de que la historia de la positividad que muchos representan no les permitiría simpatizar con la animosidad mafiosa del 28 de mayo de 2021 en Ciudad Jardín. Uno esperaría mayor grandeza de las élites de la antigua Provincia del Cauca, de las que ayudaron a crear un departamento en el atardecer del XIX. Uno esperaría más de las élites, que rompieran, o al menos fracturasen el guion de la infamia y Que no pensaran solo en la importancia de que alguacil que está en la presidencia les conteste el teléfono. Uno esperaría más de los que diseñaron las campañas "Valle del Cauca, un estado de ánimo" y "El Valle nos toca", porque conciben un departamento de oportunidades, dado para el franco desarrollo. No es insulsa la esperanza, porque, muy a pesar de que en cada generación las élites tienen algún martillo, algún gatillo y algún cañengo, la necesidad por la democracia pesa tanto en los acuerdos como en las narrativas.
Uno esperaría más, porque confía que el código esclavista fue superado, que el modelo mina y hacienda ha quedado atrás (con la certeza de que el esquema no es finca-laboratorio de estupefacientes). Nos es justo esperar que se pronuncien en contra de las formas del paramilitarismo urbano aquellos que insistieron en la permanencia de una orquesta filarmónica, los que fortalecieron la Fundación Zoológica de Cali, los que hicieron posible el Icesi. Uno esperaría de ellos un llamado a la cordura, un desmarcarse de las "camisas blancas". Un gesto de afecto y la advertencia de que no los representa aquel que es tan alto que la bilis le llega al cerebro primero que la sangre.
Uno esperaría que las élites, esas que hicieron empresas culturales como Delirio, se manifiesten en la salvaguarda del bienestar de los entornos de los que provienen la mayoría de sus bailarines, de quienes hacen posible la música, de los que llenan de color y de gestos sublimes a la existencia. Algo posible porque seguro habita la grandeza en el corazón del que diseña la relación arte y empresa. Uno esperaría que quienes forman parte de la historia de la empresa que nos dijeron cuando niños que hace las cosas bien se sumen a las iniciativas que eviten que las reclamaciones de los más vulnerables se respondan a tiros.
Uno esperaría que las élites no respiren el aire de la "labor cumplida" ante los muertos que se acumulan, las detenciones arbitrarias, las desapariciones y las agresiones sexuales. Uno esperaría que quienes fueron empresarios de Le Explose, El Teatro Negro de Praga, Barrio Ballet, no se sumen al triunfo rotundo de los que conciben al cuerpo como trofeo de guerra. Uno esperaría que los que son e hicieron por este lugar lean el amor que hay en este texto, que no se dejen llevar por quienes se los leerán en tono de odio. Uno esperaría que descubrieran las huellas de sus luchas por evitar que el traqueterismo se nos convirtiera en deber ser y que significaran la ruta que recorrieron para que en la relación con los otros el bolígrafo fuese más importante que el látigo. Uno esperaría que las emergencias sean positivas, que se hagan a las formas de la positividad y no confundan con bienestar el arribismo de la animosidad mafiosa.
De los más humildes, de los más vulnerables, uno esperaría que leyeran a la diversidad de los sectores —de los espacios sociales— e identifiquen con quienes cuentan para perfeccionar un entorno social del derecho, del bienestar y del acceso. Que miren quiénes entienden el valor del garantismo. Que no vayan a permitir que el corazón cunda de resentimientos. Que signifiquen los muertos y que no los dejen en las fosas de lo no significado. Que entiendan que no hay triunfo para aquellos que hoy ostentan el gafete de los Ejércitos privados. Que hagan una Colombia en la que no sea legítimo que alguien esté en la nómina del Estado para confundir el deber de proteger con el oficio de matar.
Guarden sus vidas, piensen que el presente quizás le pertenece a los gustosos de la sangre y del fuego, pero deben estar preparados para el encuentro con todas aquellas personas que piensan inadmisible un destino definido por el fascismo y la mafia.