No me gustan las películas de Disney. Toda esa cosa germánica que contienen películas como Fantasía o Cenicienta me parece peligroso. Hasta el castillo de sus créditos, su marca, parece uno de esas extravagantes construcciones que mandó a hacer Ludwig de Baviera para complacer a Wagner. En esos suntuosos salones donde el compositor estrenó obras como Tristán e Isolda se empezó a pensar, a finales del siglo XIX, en el delirio que terminaría en Auschwitz.
El antisemitismo implícito en esas primeras películas de Disney se transformaba en racismo. Solo hasta Aladdin en los años noventa empezaron a hacer películas con protagonistas no arios. Ni hablar del machismo. El precepto, cuando un personaje femenino era el que llevaba la batuta de la historia, no podía ser más simple y estúpido: una mujer era rescatada del infierno de su soltería por un príncipe encantado que llegaba en caballo y le daba el beso redentor. Sólo una mujer se completaba si tenía un valiente caballero que luchara por ella y la desposara. Shrek, ya en el 2003, se supo burlar con bastante tino de esta ridiculez con sus príncipes malvados, machistas y cursis.
La revolución cultural que vivimos lo cambia todo, hasta las películas de Disney. Con toda la prevención empecé a ver Cruella. Debo decir que nunca vi la Noche de las narices frías y que a mí los dálmatas no me gustan pero cuando a uno le ubican una historia en la Londres de 1968 y cuando la banda sonora tiene clásicos como Five to one de The Doors y se atreve a cerrar la historia con Simpathy for the devil, pierdo todo tipo de objetividad. Cruella nunca fue una niña obediente. Nunca creyó en el modelo de vida que la sociedad le imponía. Prefería ser una villana que una esposa sumisa. Siempre fue genial y en su cabeza se aparecían de manera interminable una sucesión de diseños subversivos, rompedores y únicos. Pero la maldita Baronesa se atravesó en su camino y, las chicas pobres, ya no necesitan de príncipes para que las salven. Ellas arrancan de abajo, lavando baños y aprovechando cualquier oportunidad para transformar la vidriera de un almacén gris en una obra de arte.
En una película con tantas emociones y sorpresas es estúpido esbozar el argumento. Además, filmada con una belleza y un atrevimiento poco común en una película de Disney, es mejor dejarse llevar y entregar los sentidos a esta alucinación. El diseño de arte y de vestuario se merecerían perfectamente un Oscar. Todos los premios. Además la actitud y la actuación de Emma Stone son inspiradoras. Qué reconfortante que sea una villana el nuevo ícono para las centenials. Ellas son las que están transformando el mundo, las que llevan la contraria, las que enterrarán a los patriarcas. Además, independientemente pues de su mensaje –qué aburrido y qué estúpido el que busca moralejas en una película- Cruella es una de las comedias más divertidas e intensas que se han realizado en muchísimo tiempo. La manera con la que fue preestranada, pagando 49 mil pesos en la plataforma de Disney para verla antes de que sea liberada en la plataforma, está acorde con estos años oscuros de pandemia que nos ha tocado vivir. La pantalla grande, al menos en albañales con gobiernos ineptos como estos, incapaces de vacunar a tiempo, está irrevocablemente apagada.
Si tienen hijas veánla con ellas. Es importante que las niñas quemen sus Barbies y que asuman la vida con la valentía y determinación de villanas como Cruella. La vida, en un mundo patriarcal, es dura con las mujeres. La única manera de imponerse es rompiendo todo. Larga vida a todas las Cruellas.