Desde la mañana del 12 de mayo la Avenida Jiménez que hace homenaje desde su nombre a la fundación de Bogotá se vacía de ausencias…
Durante largas horas, los ladrillos rojos de la calle son tornasolados con pasos y voces de estudiantes y docentes, de misaks, del verde y rojo del Cric y de otros pueblos cuyos gestos solemnes y carnavalescos, a viva voz y a todo color, inundan las calles con su presencia y con una forma de “estar ahí” que se toma por asalto su derecho a disentir y a proponer.
Luego de horas de trazos con los colores de la bandera del pueblo misak, en medio pasa una escalera por entre la muchedumbre para cambiar físicamente el nombre de esta calle articuladora del centro de la ciudad.
Desde entonces la ahora Avenida Misak ha hecho ella misma la historia; una impronta iniciada en la corta duración, días antes cuando a la madrugada un grupo de representantes de un mandato colectivo del Movimiento de Mujeres, del Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente, la anudan para tumbarla.
Fue tal la conciencia de la acción pública que ellos mismos grabaron el acto e in situ y como parte de su acción explicaron los motivos, las razones de su pueblo y de su organización, de las generaciones y ancestros, de los de adelante y de los de atrás: “aquí yace un genocida”, “viva la minga indígena”; “no solo estatuas caerán”; “así debe caer la corrupción”.
Popayán, 16 de septiembre de 2020: derrumban estatua de Sebastián de Belalcázar, en el cerro de Tulcán.
Cali, 28 abril de 2021: derrumban estatua de Sebastián de Belalcázar.
Manizales, 1 mayo de 2021: derrumban estatua de Gilberto Alzate Avendaño, político histórico conservador.
Pasto, 1 mayo de 2021: cae estatua de Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia.
Bogotá, 7 de mayo de 2021: tumban estatua de Jiménez de Quesada, considerado fundador de la ciudad.
Lo que hemos visto en las calles y plazas de ciudades del país, creo imposible de comprender como acciones dispersas o como acciones puntuales de espontaneidad radical. En pos del argumento, considero importante concebir al menos tres dimensiones involucradas.
Por un lado, su concreción como cumplimiento de procesos largos de reflexión y de elaboración de criterios y relatos de historia colectiva, como partes activas y sustantivas de las luchas por la dignidad y la existencia colectiva, en contra de la segregación, del racismo y de la desigualdad. Prácticas que han puesto en el centro de su lucha la disputa por la memoria y de manera central, a mi juicio, que se disputan la historia de las regiones y del país.
Por otro lado, remiten a unas generaciones en diálogo (de juventudes y adultos no tan mayores) en campos y ciudades, con profundo sentimiento de indignación y con una posición de rechazo radical al autoritarismo, al discurso del odio y el miedo; que permite comprender la osadía, la irreverencia frente a “los pasados” y las figuras consagradas durante tiempo por el estado-nación y que estas acciones desacralizan, exhibiendo el autoritarismo y la violencia que exhiben.
Juntando las anteriores, la tercera dimensión a mi juicio involucrada, alude a su carácter como prácticas políticas inscritas en procesos de lucha, movilización y manifestación pública de carácter regional y nacional. Las prácticas que se encuentran en la desacralización de las estatuas logran inscribir reivindicaciones sólo en apariencia particulares en discusiones más generales y comunes sobre los sentidos, los procedimientos y las formas de la nación colombiana. Hoy ponen en evidencia que no se dejan confundir, que no valen las palabras incluyentes del multiculturalismo o de la descentralización administrativa, frente a la persistencia de la exclusión, del racismo, del empobrecimiento y de la discriminación centralizada frente a las regiones; que se evidencia y es protagonista del actual Paro Nacional.
Lo que se disputa
El pensamiento y la acción política se concreta en estos actos, que algunos han considerado o percibido como iconoclastas. No pienso que lo sean, son más bien la puesta en práctica de una concepción que sabe que las palabras y las cosas concretan pensamientos y relaciones sociales que describen el ensalzamiento de jerarquías o bien, podrían exhibir el valor de la pluralidad que nos constituye. No necesariamente como símbolos, sino como cosas encarnadas de sentidos y de las relaciones sociales que ellas representan y legitiman.
Algunas veces pensamos que en Colombia no son significativas las estatuas o los símbolos patrios; pero estos actos y sus efectos en la discusión pública, ponen en evidencia que sí tienen poder, que las representaciones públicas, sacralizadas por lo patrimonial y el arte, permiten conectar posiciones y representaciones en conflicto. Las disputas sobre estos objetos colocan sobre la escena pública las “ausencias” con las cuales se han legitimado históricamente “unos” relatos del pasado y unas presencias actuales, sobre tantos otros negados e invisibilizados, con un efecto claro: la expansión del espacio público, que creería puede leerse como la lucha por pluralizarlo, por sintonizarlo con la pluralidad del mundo, parafraseando a Hannah Arendt. Lo que quiero decir aquí es que, la concreción espacial y material de los disensos, de las oposiciones y las contradicciones de una sociedad son constructoras de cultura pública, de la que hacen honra este tipo de acciones políticas.
Creo que las acciones de tumbar las estatuas en Cali, Popayán, Bogotá, Manizales, Pasto significan entre otros asuntos, que las estatuas encarnan las concepciones y las prácticas de las gentes vivas del pasado y del presente; de tal suerte que su exhibición pública, con la retórica patrimonial asociada con el pater o el padre, parecen tener la capacidad de mantener vigentes este tipo de relaciones sociales de poder. Su presencia se torna así performática, se convierten ellas mismas en activadoras de las nociones, en algunos casos, coloniales de la “ciudad blanca que se lucra de la ruralidad de colores regulada por el control de las gentes del régimen colonial que separa, segrega y mueve a las poblaciones”. Esa misma que se activó en los juicios a la Minga del 9 de mayo en relación con el orden público, cuando era ella quien había sido atacada por las “gentes de bien”, por las camionetas blancas y sus ráfagas de fuego… argumentando que debían “regresar a sus resguardos y a su hábitat” para no alterar el orden de la ciudad.
En otras ocasiones en legitimación del orden patriarcal que produjo relaciones de conquista que se apropiaron de los cuerpos femeninos, mediante actos que se denuncian en la actualidad como “violaciones”, como actos de singular violencia contra las mujeres, sobre las cuales se fundamentaron las castas. Una reivindicación que toma mayor sentido en el contexto de la defensa de relaciones de género equitativas al interior de las comunidades, la emergencia de liderazgos femeninos cada vez más fuertes y de lucha general en contra del acoso y del maltrato a la mujer.
En otros casos podría tener que ver con la emergencia, en medio de la efervescencia de la movilización en las calles, de la inconformidad frente a las relaciones de larga duración entre el suroccidente nariñense y el centro del país; en una región que ha mostrado su reivindicación de la autonomía, enfrentada al direccionamiento de procesos desde el centro del país. Sería entonces necesaria esta consideración para comprender deseos y discusiones presentes en un acto como la tumbada de la estatua de Nariño, reconocido precursor de la independencia nacional, en la ciudad de Pasto.
Así como es necesario valorar las acciones en los contextos de los cuales forman parte: el paro nacional, en este caso, el rechazo de la violencia y la reivindicación de la paz; en relación con políticas, tentativas y disposiciones de gobierno que se perciben como particularmente agresivas en la situación histórica de la desigualdad en el país, en un contexto agravado por una pandemia mundial de desempleo y pobreza, en el segundo país con más hambre en el mundo, después de Etiopía.
Lo que se produce
La relación insumisa con los íconos contenidos en el arte monumental de las estatuas, permite a estas colectividades, pueblos, comunidades y organizaciones sociales, tomar la calle, tomar el espacio público para subvertir los órdenes instituidos en términos de las relaciones de dominación del orden urbano sobre el rural, de los varones conquistadores sobre las mujeres nativas… de los colonizadores sobre las comunidades y pueblos… de quienes han saqueado y despojado…. Esta relación insumisa se torna ella misma en lugar fértil para disputar la persistente impunidad y buscar la necesaria reparación histórica.
La historia se interpela porque es un lugar para inscribir las luchas del presente en una trama que articula las reivindicaciones de la dignidad femenina en contra del abuso y el maltrato; con la lucha en contra de la impunidad que se pronuncia ante la necesidad de nombrar a quienes han producido las acciones de guerra y que clama por justicia; así como reivindica nacionalidades diversas en el marco de las luchas del país; que se articula con la dignidad de ser campesino indígena, negro, de la barriada… frente a una estructura de profunda desigualdad que sigue exhibiendo su enconada racialización. La reivindicación y posicionamiento central de ser mujeres y varones sujetos de la historia, sus protagonistas, frente a “la conquista continúa”, permite un lugar para plantear disputas ideológicas que han marcado generaciones y la historia nacional, encarnada en el presente.
En las discusiones públicas a través de redes y la prensa que se han suscitado por el derrumbe de estatuas y bustos, se vuelven a escuchar los mismos temores de sectores de la sociedad que parecen temer al conflicto, que convierten el disenso en patología a través de los epítetos del vandalismo, el terrorismo, el salvajismo, la incultura… hasta catalogarlos incluso como “fundamentalistas”. En esta discusión se muestra con singular contundencia esa suerte de compulsión que tiende a moralizar las discusiones, evitando con ello el debate, y que produce la negación del carácter político de los actos, las representaciones y los sujetos.
Creo importante insistir en reconocer el carácter político de los episodios que estamos revisando, de alguna manera anudados, leerlos como parte de procesos diversos de disputa y discusión sobre los sentidos y los contenidos de la historia, y de la estructura de poder en nuestra sociedad, que además tienen en general la capacidad de interpelar a distintas generaciones. Valorar estas acciones que inscriben sobre los individuos varones deificados como héroes a colectividades reivindicadas y a mujeres, situadas en disputa con la idea de una república elitista y excluyente que ahoga sus deseos de justicia. Habría que atender y escuchar estos reclamos, antes de criminalizar y perseguir: ensanchar y profundizar lo público.
Creo importante insistir en reconocer el carácter político de los episodios que estamos revisando, de alguna manera anudados, leerlos como parte de procesos diversos de disputa y discusión sobre los sentidos y los contenidos de la historia, y de la estructura de poder en nuestra sociedad, que además tienen en general la capacidad de interpelar a distintas generaciones. Valorar estas acciones que inscriben sobre los individuos varones deificados como héroes a colectividades reivindicadas y a mujeres, situadas en disputa con la idea de una república elitista y excluyente que ahoga sus deseos de justicia. Habría que atender y escuchar estos reclamos, antes de criminalizar y perseguir: ensanchar y profundizar lo público.
* Docente investigadora, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad Externado de Colombia.