En la catedral de Cuzco, toda ella una hermosa muestra de la tradición artística novohispana, hay un detalle muy interesante tallado en madera. Hay una columna que, de abajo hacia arriba, representa la jerarquía de la creación: arriba están Dios, los arcángeles y los apóstoles, y abajo está el Diablo. Lo interesante es que, más o menos a la altura de la rodilla, están tallados los reformadores protestantes: Calvino, Lutero, Zwinglio. Es decir, los piadosos católicos que encargaron y tallaron la columna se tomaron el trabajo de poner en ella a sus grandes enemigos, los incluyeron en el orden de la creación y en la iconografía. De forma muy literal, los reformadores enemigos del catolicismo ayudan a sostener la estructura de la fe católica.
El pasado 22 de mayo, al ver la nueva portada de Semana, me queda claro que Gustavo Petro cumple un papel similar (e incluso más importante) en la estructura de creencias de la derecha colombiana. El Sr. Petro (con todo y ser un posible candidato presidencial de una coalición de izquierda en 2022, y de ser uno entre muchos que han hecho oposición significativa al uribismo) la verdad no figura demasiado en las conversaciones de la izquierda política: más bien se habla de educación pública, de reforma agraria, de renta básica universal, de legalización de las drogas, de reforma policial y desmonte del Esmad; en cambio, pareciera que Petro está constantemente en mente y boca de la derecha. Petro aquí, Petro allá, siempre Petro.
Si uno se toma en serio la cantidad de hechos que se le imputan a Petro desde la derecha, el senador tendría un poder sobrehumano, una capacidad de control e influencia sobre cientos de miles de personas y acontecimientos en Colombia y en el mundo. No es una creencia que se sostenga con base empírica ni teológica, sino porque suple algunas necesidades psicológicas de la derecha colombiana. Hay toda una serie de creencias en la derecha que solo se pueden sostener si se le atribuye a Petro esta influencia casi sobrenatural. Petro, como objeto sacramental, aparece en muchas partes de la teología uribista, siempre cumpliendo el mismo papel: “de no ser por Petro…”.
Veamos. No es que Duque sea impopular porque sea un mal presidente (débil frente a su propio partido y las fuerzas armadas, mediocre y rodeado de mediocres, incapaz de escuchar a muchos sectores del país, preocupado siempre por la imagen y nunca por la sustancia, falto de comprensión de lo que el país es y necesita). No, no es que Duque sea incapaz. De no ser por Petro sería un presidente querido y respetado. No es que el mito de prócer de la patria que se construyó en torno a Uribe se esté cayendo a pedazos (cuando se hace evidente el daño que le hizo a la paz del país, y que presidió sobre un crimen de Estado (6402 muertes inocentes) peor que el de cualquier dictadura latinoamericana), de no ser por Petro los jóvenes respetarían a Uribe tanto como sus padres y abuelos.
No es que el ejército y la policía hayan caído en el más abyecto desprestigio por las atrocidades que han cometido, es que Petro lidera una campaña de desprestigio (como si los memes fueran los que lastiman el buen nombre de la policía, y no el hecho de que mutilan, violan y matan a civiles inocentes). No es que Semana haya pasado de medio impreso respetado y respetable a pobre pasquín de ultraderecha porque se han olvidado del todo del periodismo para dedicarse plenamente a la propaganda política (difundiendo una visión de mundo infantil, maniqueista y tan falta de reflexión y matices como el despotricar de un tío uribista en una comida familiar). No, no es que la revista Semana valga más hoy en día como papel higiénico que como medio periodístico: de no ser por Petro, todavía sería un medio digno de consultar si se quiere saber qué pasa en Colombia. Hoy en día solo sirve para enterarse de qué sueños febriles pululan en la mente inquieta de la ultraderecha, llena de Petros diabólicos y alados dignos de un cuadro de Juan Bosco.