La primera vez que vi una caricatura de Iván Duque, representado por un cerdo, me reí, lo reconozco, sobre todo por el grado de acidez puntilloso con el que venía graficada la sátira política. Posteriormente, al notar que el pueblo lo bautizó de tal manera empecé a pensar en sus hijos y en lo que para ellos significaría que a su padre le llamen como a un animal. Esto no debe ser fácil para nadie, mucho menos para unos niños. Incluso, he llegado a pensar en qué sentirá un hombre estructurado como él. Su humanidad, por más entrenada que esté, debe de presentar algunas fisuras producidas por los constantes e interminables desprecios que recibe.
Y si hablamos de desprecios deshumanizadores, inmediatamente se me viene a la cabeza los repetidos términos degradadores que se utilizan a diario en contra del mismo pueblo: “todos son unos vándalos”, “los indígenas deben volver a su hábitat natural”, “hay que darles plomo”, “no estaban recogiendo café”, y un largo etcétera que funciona como caja de resonancia a través de los medios. Sin duda, estas referencias no me han causado ninguna risa. De hecho, considero que son tan infames en contra de quienes se dicen, que lo primero que provocan es indignación por la carga violenta con las que son pronunciadas y, en particular, por el efecto que quieren lograr en la opinión pública.
Si lo vemos con detenimiento y alejados de cualquier apasionamiento prematuro, notaremos que todas estas expresiones en contra de un presidente o de un pueblo —o de cualquier ser humano— llevan a lo mismo: a la más cruda y violenta barbarie perpetrada por seres humanos en contra de seres humanos; al uso del lenguaje como arma de destrucción más efectiva que tenemos para degradar a los otros; y a la reducción precarizada del que piensa. En efecto, todo esto conduce al callejón sin salida de la ausencia de diálogo, que trae como consecuencia la falta de acuerdos.
Más allá del gélido reproche, vengo pensando que para alcanzar estos acuerdos es necesario y fundamental tener un primer cambio en cuanto a la forma en que nos expresamos hacia el otro. Al hablar del otro, es esencial pasar cada palabra por las bondades del diálogo argumentado que nos lleve a salir de problemas como en los que nos encontramos hoy. Es indispensable que a nuestro contrincante no se le estigmatice ni se le degrade a través de expresiones precarias y faltas de respeto por su humanidad.
Considero que, para alcanzar acuerdos en medio de las diferencias, se necesita el reconocimiento de la contraparte. Y esto solo se logra cuando no banalizamos su integridad con expresiones inmediatistas ausentes de la inteligencia necesaria para, al menos, sentarse a conversar. Ni al presidente —que sufre de terquedad— se le debe de llamar como a un animal, ni al cansado pueblo se le debe reducir con afrentas indecentes.