Con todo el maremágnum que ha generado la situación del país —la falta de gobernabilidad, la indolencia de algunos sectores, las marchas, los consensos o disensos sobre la conveniencia de los bloqueos en las vías y una multitud de etcéteras—, llama la atención el sesgo de la infinidad de facciones que pulula en todos los estratos sociales, en todas las ideologías y en todos los sectores xenofóbicos o excesivamente burgueses, incluso en aquellos que no tienen los argumentos para hacerlo, pero en su paranoia delirante consideran que lo son. En fin, como venía diciendo, llama la atención que circule una suerte de versión mediática malévola y pertinaz sobre el papel de las organizaciones indígenas, sus motivaciones para protestar y sobre todo la suntuosidad de su parque automotor y de los costos de mantenerse en su posición beligerante frente al paro.
No obstante, en las marchas, protestas, desfiles o caravanas de otras facciones no he visto tanto encono cuando veo pasar (siendo fuente de primera mano, es decir, no es producto de rumores, yo lo he visto) una sucesión interminable de vehículos de alta gama conducidos por gentes de alta gama que protestan o desfilan o que sé yo. Al respecto los cuestionamientos no son ni mucho menos severos, tampoco abogan porque los dignatarios de rancio abolengo propietarios de esos velocípedos sean en todo caso mafiosos pendencieros, cultivadores enconados, procesadores desalmados, o furtivos jíbaros. Lo que sí veo en realidad, como ya lo dije en principio y como enfaticé en otras oportunidades, es que el pueblo luchador y camorrista sufre de un mal generalizado de eufemismos, contagiados por nuestra ilustrísima excelencia, el señor presidente; quien motivado, no se sabe por cuáles fuerzas oscuras, se niega a aceptar que él fue elegido por unos ciudadanos colombianos y que en consecuencia su gobierno es para todos y cada uno de los habitantes de este paisito —así como reza la tan maltratada constitución que este hereje constitucional invoca para justificar su negligencia, sus desafueros, su pusilanimidad y quien sabe qué otras intenciones—.
En esta coyuntura no hay responsabilidad en los indígenas (muchos buenos, algunos malos), en los jóvenes que en el frenesí de la juventud hacen cosas buenas y malas, ni en los trabajadores, porque si bien en ellos se consolida el desarrollo y son en últimas a los que les toca la peor parte, persisten microfacciones mezquinas, cuyo interés trasciende la buena intención de la mayoría; menos aún las fuerzas del orden en cuyo interior si bien existen corrientes malevolentes, un porcentaje mayoritario, siendo raso, se convierte en el chivo expiatorio de los bandidos disfrazados de señorones y de los señorones disfrazados de bandidos. Y entonces persistimos en desviar la atención, reincidimos en los eufemismos y en los sofismas. Esto sin que nadie se atreva siquiera a cuestionar de fondo por qué nuestra galanura de presidente puede ser tan obtuso para suponer que su gobierno excesivamente amañado y desprolijo tenga que ser aceptado a la fuerza por 50 millones de colombianos, y no vea en su excelsa soberbia, amen de la responsabilidad que le cabe a esa caterva de mafiosos que nos legislan, que él con su inexcusable indolencia, indiferencia y mediocridad es el principal responsable.
Y déjenme decirles que si cuestionamos a nuestros ancestrales indígenas por su despampanante derroche de lujo y confort, producto de los frutos del mal de la droga, qué podríamos decir del despilfarro y descarado derroche de lujo y ostentación de nuestros flamantes gobernantes, sobre todo con las últimas dotaciones de parque automotor que les hizo nuestro derrochador presidente, en detrimento de un presupuesto nacional (producto de los impuestos que pagamos todos los colombianos y que según podría uno calcular surgen de inminente necesidad de que aquellos, los más responsables y los menos comprometidos con el país, no pasen necesidades). Porque hay que priorizar y no se puede pasar por alto los desangres presupuestales, las dilaciones en la implementación de la vacuna, y la prevalencia de los tratados de libre comercio mal enfocados y peor ejecutados a costa de la producción nacional, que mantienen en vilo y estancados a millones de campesinos y pequeños empresarios. Estos últimos están bloqueados por la falta de recursos, la incapacidad para competir con multinacionales y sin embargo son utilizados con estandarte por el gobierno para despertar la lástima de ese otro país en letargo y en romance con la cara de ñoño de nuestro “magnánimo y demócrata” presidente.
En síntesis, este sofisma también se constituye en inaceptable, porque la distracción no le cabe a tan dolorosa realidad: el que marcha, el que lucha en silencio, el que protesta por medio de la solidaridad, el que calla apáticamente porque en el fondo piensa que esto no tiene remedio... todos ellos y yo, como ciudadano crítico, no nos sentimos representados por un gobierno demasiado ocupado por quedar bien ante la OCDE, el FMI, el señor Uribe y demás amos. Así mismo, llama la atención de hechos tan paradójicos como que una de las facciones más recalcitrantes y ciegamente fanáticas salgan a las calles a protestar por la protesta, pero que en últimas su único argumento para validar tan vehemente oposición a las protestas es que son “gente de bien” y su tranquilidad se ve amenazada por los otros 40 millones de conciudadanos vándalos y revoltosos que quieren que todo se lo regalen.
Y entonces tendríamos que hablar de lo funesto en un territorio abonado con la sangre de la violencia y no solo de la política, cuya génesis es de facto la respuesta a un evidente ya ancestral desequilibrio social, donde los “mantenidos” reclaman en los mantenedores un silencio sumiso, porque su función es mantener a los parásitos. Sumado a ello, lo funesto también se inocula en indiferencia cómplice, en la confortabilidad de nuestros recintos, en el caudillismo ciego que desencadena fanatismos perversos, en la incapacidad de confrontar que nos reduce a ciervos de un sistema y de una facción de un individuo, sin que reparemos las consecuencias y los intereses mezquinos; sufren los comerciantes con la protesta, sufren los campesinos, sufren los transeúntes y los conductores, sufren los empleados. Pero si somos exhaustivos en el análisis, sin que esto sea ni mucho menos una coincidencia, son los mismos sufridores que deja el gobierno a su paso por sus políticas que matizan severamente su gobernanza hacia un sector muy reducido.