No es un estallido de última hora, ni la prolongación de lo ocurrido en noviembre de 2019. Recoge un descontento amasado durante años en los corazones de quienes han tenido que sufrir en carne propia las consecuencias de la pobreza, la desigualdad y la violencia. Y, como si fuera poco, de unas políticas económicas que, en lugar de ser diseñadas para resolver las injusticias, buscan beneficiar a los sectores económicamente más poderosos. El malestar se agravó con la pandemia, es cierto. Pero no puede ser explicado solamente por ella. Viene de tiempo atrás.
No significa ello relevar de responsabilidad al actual gobierno. No por coincidencia las dos mayores movilizaciones sociales en Colombia desde el paro nacional de septiembre de 1977 han ocurrido durante el mandato de Iván Duque. Muchos alegan su incompetencia, incluso su poca conexión con la realidad del país y su devoción casi que religiosa por el sector empresarial. Sin duda hay mucho de eso. Pero si algo hay que abonarle a este gobierno es su capacidad para lograr esa mezcla explosiva de ortodoxia neoliberal y autoritarismo, que solo produce iniquidad y desazón. Ambos elementos explican la irritación social: fue la reforma tributaria la gota que rebosó la copa, pero también la reforma a la salud, a las pensiones, la insistencia en el fracking, el manejo de la pandemia, el no a la renta básica universal y el incumplimiento del Acuerdo de paz en aspectos cruciales como la reforma rural integral y la participación política, entre otros.
Y, ante la reacción ciudadana, legítima y pacífica, la única respuesta del gobierno fue el Esmad provocador, los policías de civil infiltrando las marchas y disparando a civiles; el uso de armas letales —violatorio de acuerdos internacionales— y la vía libre a las “fuerzas del orden” para que enfrenten el “vandalismo” y la violencia. Hubo actos de violencia, sí. De parte de sectores que aprovecharon las marchas para generar caos y terror, de un lado, y de una fuerza pública que sobrepasó todos los límites permitidos y reprimió con alevosía a los manifestantes, de otro. El saldo es conocido: en el momento de escribir estas líneas se reportan algo menos de 50 muertos, cientos de detenciones arbitrarias, doce casos de violencia sexual, más de quinientos desaparecidos, amén de enfrentamientos a bala como los que se presentaron en la zona de Pance, cerca de Cali, el domingo en la tarde.
Colombia, como ya lo han planteado diferentes sectores, necesita con urgencia iniciar un gran diálogo nacional para lograr acuerdos que permitan encontrar la solución a las injusticias vigentes desde una perspectiva de protección y garantía de los derechos humanos. En otras palabras, acuerdos inspirados en la noción de Estado social y democrático de derecho, tal y como lo estableció la constitución de 1991.
No puede ser un diálogo al estilo de la conversación nacional propuesta por el presidente Duque a finales de 2019, que ni fue diálogo, ni condujo a resultado alguno. Tiene que ser un diálogo empático, incluyente y efectivo. La empatía significa reconocer a los demás como interlocutores válidos, escuchar atentamente, entender las posturas de los otros y tener la disposición de llegar a acuerdos. Aquí el gobierno encontrará una primera dificultad en su interior, pues, como se ha demostrado en estos casi tres años de mandato, su talante no es propiamente la empatía, sino el “aquí mando yo”.
Tendrá que ser, además, un diálogo incluyente: deberán participar las distintas regiones, los jóvenes y los mayores, los hombres y las mujeres, los campesinos y las comunidades étnicas, los empresarios y la academia, las autoridades nacionales, departamentales y municipales, y un largo etcétera. Por último, deberá ser un diálogo efectivo, es decir, que ofrezca resultados en un plazo determinado para ir encontrando soluciones e ir ejecutándolas. No puede ser una conversación eterna y sin plazos. Para ser efectivo, debe ser organizado, planificado, con una agenda precisa, financiado, con metodología y reglas de juego construidas entre todos, y —deseablemente— garantizado por la comunidad internacional.
El diálogo exige en sus inicios que cese la violencia y que haya un mínimo de confianza entre las partes. En situaciones de claro enfrentamiento como la que vive el país, las partes deben dar señales en esa dirección. El gobierno no las ha dado. Por el contrario, mantiene su talante autoritario y ha dado pasos que producen suspicacia: puso en cabeza de su propuesta de diálogo a alguien con muy baja legitimidad nacional e internacional, y ha comenzado por donde no es: hablar con los empresarios, sus aliados políticos y otros sectores “amigos”, y no por quienes han llevado la vocería de la movilización. Aún es tiempo de corregir. Diferentes sectores de la sociedad civil hemos venido clamando por el diálogo y estamos dispuestos a contribuir en lo que sea necesario. La indignación es profunda; el diálogo, por tanto, más que perentorio.