En la noche, a eso de las siete, quizás unos minutos antes, comencé a escuchar los bombazos. Cada vez se oían más cerca y más fuertes. En el sector suelen oírse explosiones, uno se acostumbra a ellas, duda si se trata de gente echando voladores al aire o más bien detonaciones de alguna arma de fuego. Siempre pienso que es bueno estar encerrado en casa, con las puertas bien cerradas y en lo posible alejado de las ventanas. Una bala perdida puede romper los vidrios y colarse inesperadamente. Nadie sabe.
Pero la noche del miércoles el estruendo era distinto. Me recordó lo vivido en noviembre de 2019, cuando las protestas callejeras se extendían a la noche y había enfrentamientos con la Policía. De hecho en la mañana había estado en la marcha por la carrera séptima hacia la plaza de Bolívar. Una concentración y movilización gigantesca que partió del parque Nacional. Sabía que tenía que asistir, una cuestión de conciencia. Era necesario sumarse a la manifestación pacífica de la inconformidad.
La situación no da para más. Es cierto que la pandemia no es culpa de nadie, y que castiga por igual a todos los países y pueblos, pero es que en Colombia se dan las cosas de una manera tan particular que desesperan. La vacunación marcha a paso lento y se aplaza porque no llegan las dosis requeridas. Las cuarentenas obligatorias condenan muchísima gente. No pueden abrir sus negocios, no pueden ofrecer sus ventas callejeras, han perdido el empleo, y sin embargo tienen que cumplir con el arriendo, las comidas diarias, los útiles escolares para los hijos. No se ve ninguna clase de ayuda por parte del gobierno.
Al comienzo repartieron unos mercados. Lo que los escasos beneficiarios no sabían era que debían hacerlos rendir para un año, qué digo, quizás para cuanto tiempo más. Tan lejos de la época de Jesucristo que multiplicaba panes, peces y vino. El presidente decretó una ayuda solidaria para la gente pobre, tristes ciento sesenta mil pesos mensuales que rogamos a Dios estén recibiendo. Y saca pecho con eso. Da pesar, todo colombiano, excepto en el alto gobierno, sabe que ese dinero no alcanza ni siquiera para un mercado. Y ahora salen con la historia de que esa ayuda está en riesgo porque el país se quedó sin fondos. Y rematan el cuento con el anuncio de una nueva reforma tributaria que gravará la canasta familiar, esa que la gente a duras penas consigue entre terribles dificultades. Como quien dice, para pagarles los ciento sesenta mil pesos, van a tener que cobrarles mucho más que eso, ridículos.
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Con el mismo desenfado con que intentan convencer de la necesidad de la reforma, se refieren a los muertos que día tras día aumentan por cuenta de todo tipo de bandas criminales, multiplicadas desde la llegada de Duque a la Presidencia
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Si fuera solo eso. Pero con el mismo desenfado con que intentan convencer de la necesidad de la reforma, se refieren a los muertos que día tras día aumentan por cuenta de todo tipo de bandas criminales, que se multiplicaron como por encanto desde la llegada de Duque a la Presidencia. ¿Qué de raro tiene que la gente piense que hay una relación de causa a efecto entre uno y otro hecho? La semana anterior fueron asesinados siete firmantes de paz en distintas regiones del país. Líderes y comunidades indígenas son víctimas de la arrogancia delictiva de grupos interesados en el narcotráfico. ¿Quién se ha olvidado del Ñeñe Hernández, del embajador con laboratorios de cocaína en su finca, del piloto de campaña accidentado con un cargamento de droga en Centroamérica? ¿De la vicepresidente y el Memo fantasma, de su hermano traficante? ¿Del proceso contra Uribe y las artimañas del Fiscal uribista para absolverlo sin juicio alguno?
Es lo que la multitud de la carrera séptima en la mañana del miércoles gritaba con furia. Igual que en marchas en todo el país: bandidos, paramilitares, corruptos, mentirosos, mafiosos, gobierno de porquería. Muchachas y muchachos se colaban entre ellas repartiendo tapabocas, alcohol y gel para que nadie se expusiera al virus. Poderosos altavoces en automóviles expandían las canciones, consignas y arengas que animaban la procesión. Vestimentas coloridas, banderas, letreros que en mil versiones rechazaban la reforma tributaria, un conjunto admirable. Con tambores, música, disfraces que convertían la protesta en carnaval. Alegría por estar allí, juntos y condenando todo lo que se ven obligados a soportar. Hasta la resistencia trans gritaba presente.
La alcaldía, en acatamiento a un tribunal prevaricador, anunció desde temprano que no prestaría la plaza de Bolívar. Eso no se le hace a semejante multitud. Comenzaron los choques, los gases, los atropellos policiales. La formidable movilización se transformó por arte de birlibirloque en una ruin acción vandálica a condenar por las más altas esferas. ¿Así estaba planeado? Los estallidos de las granadas policiales seguían sonando avanzada la noche. Grupos de jóvenes corrían en las calles, encendían fogatas, repetían consignas. Sonaban cacerolas. Voces indignadas gritaban en las calles. Simple, en Colombia hay algo que la gente ya no aguanta.