Y aquí y aquí y aquí. Me duele en todas partes porque —como dice el dicho— amor no quita conocimiento. El que resulta, no de paisajear por la superficie de la ciudad, sino de traspasarle la epidermis en busca de explicaciones; su historia, su realidad, sus cimientos. Porque Medellín: complicada, intensa, extrema, no es fácil de interpretar; una es la que se deja mostrar, otra, la que no es parte de buena educación mencionar. Es como si, hermosa tal cual es, tuviera la belleza de la madrastra de Blanca Nieves. Igual de seductora, igual de engañosa, igual de peligrosa bajo la piel que habita.
Soy de Medellín y me gusta serlo, aunque nuestra relación siempre haya sido borrascosa. La quiero y la sufro; me enorgullece y me avergüenza; me llena de esperanza y me la arranca de raíz; me hace reír y llorar; me llena de confianza y me empanica… Me hipnotizan sus montañas, pero me asfixian y limitan; me siento agradecida con el antioqueño emprendedor, honesto, sencillo, valiente, de buen corazón, pero estafada con el ventajoso, pendenciero, amarrado, envidioso, parrandero y jugador; me conmueven la solidaridad de personas anónimas y el compromiso social de algunos dirigentes, al tiempo que me golpea la indiferencia de muchos autoproclamados “buenos”; me da rabia que de fuera nos critiquen, pero estoy convencida de que la sociedad, ocupada en hacer plata, es muy culpable del deterioro que echó raíces en valles y laderas. Me encanta cuando en una buena noticia hay involucrado un paisa; me duelen los señalamientos de los que, con o sin razón, solemos ser objeto; estiro nuca al escuchar la fascinación que la ciudad y su gente ejercen sobre tantos extranjeros que nos visitan…
Por mi trabajo periodístico he tenido oportunidad de llegar hasta la Medellín profunda, habitada por familias dignas, con rostros y nombres que no nos muestran las estadísticas, que solo por vivir están en inminente peligro de morir. La falta de oportunidades y los grupos delincuenciales que imponen su ley en barrios donde no llegan taxis ni policías, entre otras cosas, no dejan que la balanza se incline del lado de los esfuerzos de quienes, empezando por las autoridades, se emplean a fondo en hacer de Medellín una ciudad vivible que, aún, se ve lejana. No sólo por asunto de percepción, que también, sino por cifras que arrojan investigaciones recientes que omito para no hacer tediosa la lectura —en internet están disponibles— y que reflejan una inseguridad callejera disparada a niveles aterradores, unas desigualdades sociales evidentes, unos problemas de movilidad incontrolables, un regionalismo a ultranza que lleva a tachar casi de apátridas a quienes ponen de presente los puntos débiles de las administraciones de turno, unos delirios de grandeza que nos hacen sentir frustrados cuando no somos los escogidos.
Qué importa. Si lo que queremos, necesitamos y esperamos es una Medellín cada vez mejor. No para competir con ninguna otra; para hacernos más felices a sus habitantes. Para que podamos gozarla y gozarnos unos a otros, sin miedo a que nos atraquen o nos maten en cualquier esquina. Nada más.
COPETE DE CREMA: Del “sueño olímpico” despertamos el 4 de julio. Medellín compitió con una excelente campaña que venía preparando desde los Juegos Suramericanos de 2010 y perdió frente a Buenos Aires. Porque en toda competencia, máxime si es deportiva, se gana o se pierde. Y para aceptarlo uno y lo otro se necesitan humildad y grandeza. Sin eufemismos, sin tender mantos de duda sobre el vencedor, sin pararle bolas al jeque árabe, sin buscar culpables, sin despotricar del COI. Teníamos las de ganar, pero, por alguna razón, no fue así. (¿La inseguridad, acaso?). Tristeza aparte, con o sin olimpiadas juveniles, la ciudad sigue siendo la misma. A lo mejor lo sucedido en Lausana sirve para que “la más innovadora”, sus autoridades y sus habitantes iniciemos un período de introspección que nos permita encontrar salidas a tantos puntos negros que mortifican el diario vivir del ciudadano de a pie. Ya vendrán nuevas oportunidades.