Hace poco dije que Petro es un politiquero, pues ahora digo que también es un vil agitador. Por agitador, según la RAE, se entiende a la “persona que excita los ánimos para propugnar cambios políticos o sociales”. Esta definición sintetiza su comportamiento, muy marcado por sus ambiciones personales y el deseo de llegar al poder a través de un discurso embaucador. Por ejemplo, saca provecho, como buen canalla, de la pandemia para cuestionar al gobierno actual, el cual, dicho sea de paso, le ha dado motivos suficientes para que haga de las suyas. Solamente basta ver que la marcha del 28 de abril, la ha promovido citando la reforma tributaria, un bodrio que sabemos que no tiene manos ni pies. Sin embargo, lo utiliza para que la gente salga a las calles, con el fin de acrecentar el poder que hipotéticamente le está augurando la presidencia.
Su pensamiento, una muestra de lo que es el verdadero maquiavelismo, sabe muy bien que significa realmente divide et livorem superem: sacar ventaja de la insatisfacción colectiva para alcanzar un fin personal. Por eso durante todo este tiempo ha utilizado las redes sociales, las personalidades afines a su pensamiento y los espacios televisivos para dañar la mente de los incautos que creen que dice la verdad. De esa manera divide a un pueblo atormentado, que ante el desespero y la inconformidad lo ve como el Moisés que lo va a llevar a la tierra prometida. De verdad que su accionar es bastante maquiavélico, porque sabe cómo hurgar en los corazones de los insatisfechos, algo que me resulta terrible cuando únicamente lo mueven intereses personales. Pero nadie cae en la cuenta de todo esto, simplemente se le da la razón en medio de la estupidez.
Pensemos por un momento. Ha mamado de la teta pública toda su vida, pero ahora cree que puede mejorar, como si tuviera todo dispuesto, el establecimiento que durante tres décadas lo ha mantenido a flote. No, amigo lector, no se coma el cuento: todo se trata del trabajo de un politiquero profesional. Petro conoce muy bien su papel en el ámbito político, así que sabe cómo aprovecharse de los torcidos sindicatos; es hábil cuando se trata de hablarle a los revoltosos, inspirando con su discurso la lucha de clases; entiende que la clase media, cuyos impuestos hoy la tienen endeudada, no soporta una leguleyada más de este terrible gobierno. En fin, sabe canalizar truculentamente la furia de toda una población que se cansó del uribismo. Esta ha sido toda su estrategia, pero en lugar de rechazarla se le apoya y se la erige como el principio del cambio.
Si llega a la presidencia, las encuestas lo dan como ganador, se convertirá en el gobernante que muy bien supo interpretar la sentencia que reconoce que “el fin justifica los medios”. Es que se jacta de cuestionar la ética de sus detractores, cuando él comparte la misma actitud politiquera, con la única diferencia que no acude a la compra votos, sino que agita a las masas con su verborrea para que se mate por él. Si este es el gobernante que el pueblo quiere –un tipo que nunca ha construido riqueza porque siempre ha gozado de un salario público–, pues que alcance de una vez por todas el solio de Bolívar, su sueño más preciado. Pero tarde o temprano se comprenderá que sus intenciones no son tan distintas a las de cualquier otro politiquero, y ese día los incautos, los que hoy se preparan para inmolarse por su programa político, comprenderán que fueron víctimas de un maestro del engaño.