El 22 de abril iba por el cementerio de Mompós, y al ver un montón de gente, carros, mototaxis y uniformados, pregunté a un parroquiano el motivo de tanto alboroto.
Me respondió: "El soldado que mataron, profe, le van a hacer honores".
Entonces, recordé la época más cruel, inhumana, servil, humillante y desperdiciada de mi vida.
Ser soldado debería ser un honor, pero no, en este país.
Si no calculo mal, por un soldado muerto, pagan doce millones de pesos. No le pagan prestaciones, ni tiene derecho a pensión.
Sus allegados reciben el dinero, unos cuantos pitazos fúnebres de trompeta y hasta ahí llegó el Estado.
Se estudian once años para terminar en las filas, en una guerra ridículamente injusta, defendiendo intereses de las clases dominantes.
No es un discurso izquierdoso ni comunista.
¿Cómo se puede lucir con el pecho henchido de orgullo porque se lucha por la patria?
¿Cuál patria? La patria de los corruptos, a quienes les importa un pepino, si mueres o no.
Me alejé de allí, lleno de impotencia y rabia. A ese buen muchacho, el estado, le puso las armas en las manos, para hacerle creer que era un héroe, como a mí me las pusieron en 1984.
A mi lado pasó un grupo de funcionarios de la gobernación, haciendo chistes y planeando la farra de la noche que olía a rumba y pachulí.
El soldado... se quedaría solo.