“No somos éticos porque sepamos que es el bien y el mal, sino porque hemos vivido y hemos sido testigos de la experiencia del mal” (Jean-Carles Melich).
Son bien sabidas las virtudes liberadoras de la educación. Hasta los más perversos criminales han reconocido su influjo benéfico; los países con los regímenes políticos más diversos y complejos han cedido un poco o mucho ante ella; y hasta los déspotas ilustrados fueron paridos por ella.
Las virtudes que se han obtenido de ella la han convertido en una preocupación del hombre en cada gran acontecimiento y periodo histórico. Su definición y los objetivos para los cuales se pretende usar han sido objeto de conflictividades, en ocasiones violentas, entre los actores que conforman la sociedad (véase el caso de la reforma a la educación en la España de la segunda república que algunos exponen como una de las causas del descontento general que devendría en la guerra civil). Esto plantea que la educación ha sido en ocasiones un botín político —como el caso de la iglesia colombiana y la instrucción pública—, y como tal, un objeto de disputa por quien habrá de dominarlo (véase el caso de las tensiones Estado-iglesia ante la secularización de la educación).
Así como las sociedades se transforman, cayendo el crepúsculo sobre el poder, sus jerarquías y detentadores, la educación no está exenta de la cualidad de mutar y devenir en algo distinto. En la historia se han celebrado conciliábulos, se han reunido sociedades secretas y congresos en los cuales debatían los sabios aquello que era menester enseñar —y a quienes era necesario enseñarlo — junto al derrotero que debería seguir. Cada tiempo ha tenido su propio consensus sapientium, el cual ha dado un uso instrumental a la educación y definido necesariamente la naturaleza de la educación. En la antigüedad fueron las distintas escuelas del pensamiento —diseminadas por todo el mundo, sin un centro específico—; en el siglo pasado las órdenes religiones y los centros de instrucción pública; en los años cincuenta fue el conductismo, en pleno auge del desarrollo industrial americano a escala universal; mientras que serían el FMI —en primera instancia—, y posteriormente la Unesco —en la comisión internacional sobre educación de 1991— de la mano del informe llamado La educación encierra un tesoro de Jacques Delors quienes definirían las especificidades de la educación para el tiempo presente,
Los objetivos que deben orientar la función educativa, los contenidos y habilidades que debían integrarla.
Estos principios son introyectados en el ordenamiento jurídico interno mediante el plan decenal de educación —el cual debe ser actualizado cada diez años— e integrado a las regiones con el proyecto departamental, el proyecto municipal y los distintos proyectos educativos institucionales de los centros de educación. Este plan decenal, así como todo el andamiaje normativo regional y local, se encarga de definir la función de la educación, del educador y el prospecto de individuo a formar. La mayoría de los principios que definen la función de la educación y el tipo de individuo a formar tienden al respecto de la autonomía del ser, la libre expresión de este y el respeto de su vida. Estos documentos establecen la posibilidad de los recursos necesarios para educar y aprender, la necesidad de recursos monetarios, físicos y materiales —el esfuerzo de la sociedad civil y del Estado como garante de este derecho— para que la educación pueda llevarse a cabo en las condiciones adecuadas; la obligación de dotar al estudiante de las habilidades necesarias para hacer; definen una función pedagógica —modelo pedagógico— del docente orientada a la búsqueda de conseguir en los estudiantes la mayoría de edad intelectual
Desde que se aceptó la libertad de cátedra en el país, al quitarle el dominio de la misma a la iglesia, se dio por supuesto que, sin transgredir los principios y los objetivos planteados a la educación en los documentos oficiales, el maestro podía desarrollar su función educativa de la manera que considerada pertinente para aumentar la calidad y el impacto positivo de la educación misma.
Pese a tan altruistas aspiraciones, en las distintas reuniones y congresos (Dakar en el 2000 e Incheon en el 2015) se descubrió que habíamos fracasado, deliberadamente habíamos fracasado. Si, pese a las grandes pretensiones plasmadas en las actas de los congresos, habíamos fracasado; fracasamos cada vez que un actor exógeno a la educación obligaba a una escuela a cerrar, bombardea un colegio, incendia la biblioteca de una universidad; habíamos cometido un craso error cuando un profesor era asesinado por educar para la libertad, por incentivar a conocer, por exponer lo que sabía y no lo que creía era correcto o afín a determinado orden político y social. Por supuesto, los fines perseguidos por la educación definidos por la Unesco en el 91 eran demasiado transgresivos para los poderes dominantes; desafiaba al orden imperante.
Por ello no fue sorpresiva la búsqueda de suprimir las cátedras de filosofía —como en España, ni la abolición de la cátedra de historia en la educación básica; no le convenía al poder que le esculcaran bajo la mesa sus crímenes y ruindades, era preferible la impunidad, el mundo verdad de los poderosos y los superricos; ese mundo—verdad donde los crímenes son virtudes y las virtudes un indicativo de una degeneración cognitiva y física. Por ello no fue sorpresiva la propuesta de una cátedra, un panegírico, a los tiranos que traían consigo los poetas áulicos escondidos tras el palio de los reyes; miserables aduladores, apostatas y declamadores del aureas medicritas, guardianes de las mediocracias —según José Ingenieros en su Hombre mediocre—.
Sin ser invitado a sus congresos, he de decirles que estamos en el peor de las situaciones cuando a una profesora la exponen públicamente —a sabiendas de los riesgos que implica relacionar cierto orden de ideas con el mal absoluto en un país con una cantidad tan alarmante de grupos armados sin ningún respeto por la vida y tan propenso a la resolución violenta de sus conflictivos— por enseñar a comprender uno de los peores periodos de la historia de nuestro país y uno de los fenómenos políticos más monstruosos que se ha visto entre los modernos Estados-nación. Cuando estos sucesos ocurren deberíamos tomar los grandes tomos de los libros, los grandes tratados y acuerdos donde se habla del deber ser, pero al que ponemos todos los obstáculos para que sea, y comérnoslo, tragarnos una por una cada página. Son falsos, se desmienten en la realidad, no es posible que se tienda a ellos por su peligrosidad.
Así como un solo niño con hambre reta y desmiente todo proyecto de progreso y desarrollo, así mismo un profesor intimidado, obligado a retractarse como Galileo por los astrónomos del poder, reta todo proyecto de educación. No somos seres cívicos por los tratados, acuerdos, organizaciones y demás iniciativas de cooperación, sino por el triunfo eficaz sobre el problema, por mantener la civilidad en contextos de degeneración opresiva y total; pero en ocasiones el problema es demasiado beneficioso; hombres que no saben, hombres sin grandes aspiraciones, hombres que se adecuan a la descomposición.