El pasado 13 de marzo, en la tercera ola de esta pandemia, la más agresiva hasta la fecha, que ha obligado a las autoridades a prolongar el pico y cédula y los toques de queda, fui testigo de un hecho inverosímil que deseo ventilar a ver si algún genio le encuentra explicación.
Ya oscureciendo, salí de la finca a comprar víveres en el caserío de Peñalisa, perteneciente al municipio de Salgar, y al llegar me encontré, como siempre que voy, con una romería de personas paseándose por las calles y los negocios. Adultos, jóvenes y niños que iban y venían, los cuales se acercaban, se hablaban, e incluso se tocaban con frescura, sin usar tapabocas ni desinfectantes, y sin guardar la más mínima distancia, como si el COVID-19 fuera un mal que, salvo por sus repercusiones económicas, no los afecta ni les preocupa.
Desconcertado, cuando entré a una tienda para abastecerme, les pregunté a la propietaria y a su esposo si ellos y sus clientes, a los que atendían sin ninguna precaución de parte y parte, no temían contagiarse. Me respondieron, risueños, que allí el virus no había entrado y que jamás iba a aparecer; y me comentaron, sotto voce, que en junio del año pasado la secretaría de Salud y Desarrollo Comunitario de Salgar realizó unas pruebas en Peñalisa y reportó 22 infectados. La alcaldía prendió la alarma en los medios, le pidió ayuda al gobernador y trató de imponer restricciones, pero viendo que nadie falleció ni enfermó de gravedad, los lugareños desestimaron los resultados de los test y convencidos de que eran casos inventados siguieron callejeando patialegres. La increíble inmunidad, según la pareja de tenderos, se debe al calor, propio de ese poblado que se encuentra a orillas del río San Juan, a pocos metros de su desembocadura en el río Cauca.
Unos instantes después, de regreso a la finca, me encontré con un gentío denso y desbocado que entraba y salía de las instalaciones de la escuela, apretujándose en la puerta. Más extrañado aún, bajé la ventanilla del carro y pidiéndole que se mantuviera retirado le consulté a un vendedor de mangos qué evento se estaba realizando. Me dijo que era un encuentro organizado por algunas deportistas de la zona, y una señora que pasaba me aclaró que se trataba de un partido de microfútbol de mujeres. El caso es que lo celebraban sin ninguna restricción, pues ni uno solo entre los numerosos asistentes usaba tapabocas ni respetaba el distanciamiento recomendado. Además, era evidente por la actitud de la muchedumbre, no pensaban cumplir con el toque de queda fijado para las 8 de la noche y próximo a comenzar.
Tratando de encontrarle explicación a cómo y por qué semejante relajo no se ha convertido en catástrofe, llamé a los propietarios de los dos paradores más conocidos del lugar, a quienes considero menos insensatos que el resto de sus residentes. Doña Dora, la dueña del restaurante Marcela, famoso por sus tortas de pescado, le atribuyó la inmunidad a la Divina Providencia; y Carlos Arturo, cuerpo y alma de La Mayoría del San Juan, el restaurante más concurrido en decenas de kilómetros a la redonda, me dijo que estaba tan desconcertado como yo. Según me reiteraron ambos, los nativos de Peñalisa siguen viviendo como antes, en un despelote continuo, como si el coronavirus no existiera. Es de notar, también, que entre estos dos comederos suman 50 empleadas, las cuales mantienen un contacto permanente con cientos de viajeros que paran allí cada semana. Dichas jóvenes atienden de tapabocas y les exigen a los comensales que se pongan los suyos y se laven las manos antes de ingresar. Sin embargo, el 90% de ellas vive en esa anárquica aldea ribereña —donde se encuentran las partidas para el Chocó, el Eje Cafetero, el Valle del Cauca, y varios municipios del Suroeste antioqueño— y al salir del trabajo se olvidan de todo cuidado y se mezclan con sus vecinos, familiares y amigos, conviviendo en pelota de la cumbamba para arriba.
Como me parece inverosímil que en los 13 meses que lleva la pandemia no haya aparecido ningún contagiado de gravedad en Peñalisa, ni en la actualidad se ha reportado ningún caso activo entre sus moradores, a pesar de su exposición continua, irresponsable y temeraria, este es el enigma que ahora me apremia resolver. No sé si sus pobladores son tontos o están locos, si alcanzaron la inmunidad de rebaño o viven protegidos por la genética, el clima, el medio ambiente u otro factor misterioso y especial. Recuerdo que hasta principios del 2020 el párroco del corregimiento era un curita cantor, admirado por sus misas de sanación de los primeros jueves de cada mes, a las que concurrían caravanas de fieles de varios municipios de Antioquia y otros departamentos cercanos. Ya está, lo más probable es que los habitantes de Peñalisa estén bendecidos. ¡Válgame Dios!