Sobre Gustavo Petro hay mil valoraciones. En lo único en lo que todo el mundo está de acuerdo —aún sus más fervorosos partidarios que lo lamentan— es lo que señala Juan Manuel Ospina en su artículo Las mil máscaras de Petro, publicado en el diario El Espectador el pasado 14 de abril, donde señala “su mesianismo irredento, su autoritarismo caprichoso, su incapacidad para abrirse y darse al otro”.
Ahí no termina la descripción que hace el doctor Ospina de la personalidad de Petro, añade: “lo que dice depende de las circunstancias y de la oportunidad, pero no lo compromete hacia adelante; son planteamientos, esbozos de pseudocompromisos fugaces en boca de un hábil cazador de titulares, con su ágil inteligencia para armar frases efectistas y captar el interés del momento".
Es ahí cuando entro yo a desfogarme, rechazando el atrevimiento de Petro cuando dice —ahora que le dio por congraciarse con la oligarquía sin querer romper con la izquierda— que el mentor de mi padre, Jorge Eliécer Gaitán, fue Alfonso López Pumarejo, al que Petro alaba por su llamada Revolución en Marcha, farsa a la que mi padre se enfrentó duramente calificándola de revolución de “papel y cartulina”.
Sabemos de la filosofía “gatopardista” de López Pumarejo y de su hijo López Michelsen que los llevó a encubrirse con expresiones y calificativos revolucionarios con el propósito de que ese lenguaje engañador permitiera que nada cambiara.
Desde los tiempos del MRL (Movimiento Revolucionario Liberal) denuncié aquella maniobra “lampedusiana” que califiqué como “política de la vacuna”, pretendiendo inyectar términos revolucionarios para crear anticuerpos e impedir la Revolución. Ambos López demostraron con el tiempo que así era.
La tan engañosa Ley 200 de 1936, que aparentaba ser una reforma agraria, no tenía otro propósito que legitimar los títulos de propiedad de los terratenientes, que habían despojado a los colonos de sus tierras, para que el gobierno les comprara esos latifundios, a fin de invertir ese dinero en la banca, alimentando el capital financiero, que era el propósito de López Pumarejo para capitalizar la riqueza de la banca colombiana.
Lo sé bien, porque hice mi tesis de grado de economista en la Universidad de los Andes sobre aquella estafadora reforma agraria, con una investigación que, inicialmente, fue repudiada por quienes más adelante serían ministros de Hacienda, los entonces profesores Roberto Junguito y Eduardo Wiesner, salvándose mis investigaciones del rechazo definitivo, gracias a los aplausos que le mereció mi tesis al doctor Álvaro López Toro, reconocido como uno de los mejores economistas que haya tenido Colombia.
Los dos expresidentes López, padre e hijo, siempre actuaron con maniobras soterradas. Fue así como López Pumarejo, siendo presidente, le pidió al gobernador de Cundinamarca —en tiempos en que Bogotá no era distrito especial y los alcaldes no eran elegidos popularmente— que nombrara a mi padre alcalde de Bogotá para ponerle una cascarita, buscando desprestigiarlo, sabiendo de antemano que, por debajo de cuerda, fomentaría una huelga de choferes de taxi para que fuera la clase popular la que tumbara a Gaitán de la alcaldía.
Mi padre, a pesar de que sabía muy bien cuál era el carácter maquiavélico de López Pumarejo, aceptó el nombramiento, pidiendo que el gobernador de Cundinamarca le diera un plazo de quince días antes de posesionarse.
Como era de todos conocido, Eduardo Santos era acérrimo enemigo de López Pumarejo y viceversa. Por eso, para que no cupiera la menor duda de que mi padre aceptaba la Alcaldía de Bogotá siendo declarado adversario del Presidente López, aprovechó esos días para casarse, nombrando a Eduardo Santos como padrino de matrimonio, en tiempos en que un apadrinamiento significaba un claro alinderamiento político.
Eran épocas en que los profesionales que contrataba una familia liberal eran necesariamente liberales, e igual sucedía con los conservadores. Los profesionales que contrataban mis padres, dado que eran abiertos enemigos del falangismo, eran todos exilados republicanos españoles, menos el pediatra Calixto Torres, padre de Camilo Torres que, además, era gaitanista, habiendo sido concejal de Bogotá por esa corriente política que lideraba mi padre.
No puedo terminar esta aclaración sobre los dos polos antagónicos que representaban Jorge Eliécer Gaitán y Alfonso López Pumarejo sin mencionar el Proyecto de Ley sobre Huelgas, que Alfonso López Pumarejo impulsó en el Congreso y que el líder popular, cuando era Ministro del Trabajo, combatió acerbamente diciendo: “Le hablan (al pueblo) desplegado a todos los vientos la bandera de la transformación social y, sin embargo, un buen día el pueblo que había votado por tales principios encuentra que en respuesta a su adhesión se le presenta un proyecto de ley social francamente regresivo, que llegaba hasta suprimir prácticamente lo que ningún grupo en la actualidad, por reaccionario que sea, se atreve a suprimir: el derecho de huelga”.
Un biógrafo del sindicato de la USO, Gustavo Almario Salazar escribirá: “Gaitán arremete directamente contra Alfonso López Pumarejo en su debate en el parlamento y se pronuncia a favor de la expedición de un código del trabajo que recoja todas las aspiraciones obreras, tal como lo había formulado desde los inicios de su vida pública, pero desde luego es derrotado por las mayorías lopistas y conservadoras”.
Que Petro no ensucie la memoria de mi padre disfrazando a López Pumarejo de “gaitanista” o viceversa. Es una maniobra que devela su falta de conocimientos de la historia de Colombia o su falta de transparencia moral. No todo se vale para lograr una obsesiva aspiración presidencial.