¡Bienvenido a Bogotá distópica!

¡Bienvenido a Bogotá distópica!

"Los rostros en su mayoría lucen sombríos, sin expresión, el temor al prójimo está en todas partes"

Por: Juan Manuel Martínez Guerrero
abril 05, 2021
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¡Bienvenido a Bogotá distópica!
Foto: Leonel Cordero

Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar.

Otra ciudad se encontrará mejor que esta.

Cada esfuerzo mío es una condena escrita;

y está mi corazón —como un cadáver— sepultado

Hasta cuándo mi mente en este marasmo seguirá.

Donde mis ojos vuelvo, donde quiera que mire

ruinas oscuras de mi vida veo aquí,

donde tantos años pasé y perdí y destruí”.

Cavafis (1910)

Luego de ocho meses fuera del país regreso a Bogotá. Cuando me fui, los cimientos de una nueva forma de vida —una pseudorealidad empapada en rituales y misticismo— ajena a la naturaleza gregaria del ser humano ya estaban erguidos. Para ese entonces, tanto las calles como el comercio se encontraban casi vacíos. Ahora que regreso, la actividad en las calles es casi como la de los tiempos prepandemia. Sin embargo, en esencia, lo que ha cambiado son los símbolos, el lenguaje. Y he allí la preocupación de tantos, pues una vez el lenguaje es modificado —en este caso ante un estado de emergencia continuo y prolongado— estamos bajo el riesgo de perpetuar una forma de vida que no es compatible con lo que nos hace dignos de llamarnos humanos.

Empezando por lo visual, más allá de lo que se dice o lo que se escribe, las tiendas, los bares, las panaderías tienen en su entrada una cadena, usualmente amarilla, cual advertencia de estar ingresando a una zona de peligro. Esta cadena suele operar en tan solo una de las entradas de los lugares, o simplemente se puede remover o pasar debajo de ella sin esfuerzo alguno. En los andenes sucios y polvorientos de la ciudad hay círculos amarillos, varios ya descoloridos, indicando el distanciamiento físico, en la mayoría de los casos apenas un par de centímetros de distancia.

En mi segundo día de estadía, iba cruzando por uno de estos andenes, caminando con la ligereza que suelo adoptar en las calles cuando voy sin rumbo específico, y por accidente pisé lo que parecían ser unas cintas en el suelo. El encargado de esta labor me gritó indignado “vea que se paró en la pintura”, pues le había pisado lo que terminaron siendo los círculos de bioseguridad que acababa de pintar al frente de su negocio.

Ahora bien, junto con estos símbolos se ha tejido un sistema de propaganda invasivo que resulta imposible de eludir. En las paradas del bus, en las puertas de los bancos, en las sillas de los parques, en cada espacio público o privado es posible encontrar señales de advertencia, pasos detallados de cómo evitar el contagio, de cómo no debemos “relajarnos” y de cómo es necesario seguir “cuidándonos”.

La ubicuidad de estos mensajes resulta efectiva, pues el símbolo más visible de la distopía está presente en todos los rincones de la ciudad: el tapabocas. Su uso es unánime entre la ciudadanía. A pesar de la poca evidencia de que sirvan en espacios abiertos y ventilados —es decir, el exterior, las calles— tanto niños, como adolescentes, adultos y ancianos portan el tapabocas de manera religiosa para cada actividad, hasta para aquellas que la OMS no recomienda su uso: montar en bicicleta, trotar, hacer ejercicio. Si en alguna ocasión el tapabocas se escurre bajo la nariz y uno se queda mirando fijamente, el reflejo de la vergüenza es instantáneo, haciendo que el individuo vuelva a acomodar el objeto en su posición correcta.

Lo más notorio ha sido el uso del tapabocas en los vehículos. No me refiero a unos cuantos, sino a la mayoría de las personas que se transportan en vehículo particular. Lo portan en las motocicletas debajo de los cascos, en los carros con uno o varios pasajeros. He visto familias enteras enmascaradas en sus carros y con las ventanas cerradas impidiendo la ventilación. Hijos, hijas, madres, padres, todos portando el tapabocas de la manera más comprometida.

Algunos creerán que son las autoridades quienes se encargan de regular su uso. Sin embargo, los policías que andan por las calles son quienes menos lo usan. En otras palabras, no hay un ente regulador; la decisión es colectiva y su uso es más un emblema que una intervención médica como inicialmente fue planteado. Esto se nota en los diseños intricados, en el hecho de que varios de estos dispositivos logran cubrir casi el rostro entero y de que muchos portan artefactos muy sofisticados, de materiales de plástico, con filtros y demás ornamentos. He notado algunos electrónicos y con semblante futurista, que aparte de la sensación de seguridad y el alto precio deben costar, han de ser hasta contraproducentes para su propósito inicial.

A diferencia de cuando partí, un gran porcentaje, quizá la mitad de la población utiliza doble tapabocas, en algunos casos el segundo tan solo como una capa que queda colgando en el mentón, pero que reitera el compromiso moral e ideológico con la pseudorealidad que requiere de apostar todos los tokens de la reputación de un individuo y el colectivo para sostenerla. Pero que, como cualquier pirámide, una vez no haya a quien apostarle o venderle el encanto, se derrumba por sí sola. En este caso, al ser una pseudorealidad que ocupa cada rincón de la sociedad, su colapso será estruendoso.

Los rostros en su mayoría lucen sombríos, sin expresión, el temor al prójimo está en todas partes. De manera tácita se da a entender que la proximidad no solo no es recomendada, sino que habrá de ser reprendida. Algunos andan con guantes de látex, varios usan visor —cuya evidencia es nula para evitar el contagio— encima de su doble tapabocas. Al pasar por un andén amplio y solitario y a una distancia de algunos metros de un anciano con rostro amargado y demacrado, recibí un par de insultos. Me dijo algo así como “malparido hijueputa que anda sin tapabocas”. Al final de cuentas, es peculiar la respuesta que se le da a una intervención médica, que en el fondo no debería involucrar constructos moralizadores.

Finalmente, adentrándonos en el plano del discurso oral, las charlas en la calle son en su mayoría tediosas y apocalípticas. Un grupo de ancianos, una mujer y tres hombres sentados en las mesas de una tienda con su doble tapabocas toman cerveza de a sorbo, introducen el pico de la misma debajo de su tapabocas. Mientras lo hacen hablan con tristeza y tono moralista sobre las vacunas. “A mí ya me vacunaron”, dicen unos; “la inmunidad solo dura por unos meses”, dicen otros; “da igual que nos vacunen, miren al presidente de Argentina que se infectó después de la vacuna”; “nunca hay que dejar de cuidarse”; “no se puede bajar la guardia”. En esencia, estas personas le atribuían mayor efectividad a sus tótems y amuletos —los tapabocas, visores, guantes de látex— que a la propia vacuna. Del mismo modo, amigos y allegados hablan entre ellos y por grupos de WhatsApp sobre las nuevas cepas, sobre la supuesta inefectividad de las vacunas.

Es evidente que el terror y la paranoia se concentran entre quienes menor riesgo tienen, la clase media y alta, quienes no deben trabajar en cocinas, en bodegas; quienes quizá tienen carro y no deben tomar transporte público; quienes tienen más tiempo para hacer ejercicio y comer de manera más saludable. Por lo tanto, al caminar por los barrios de estratos más bajos, vuelve a sentirse más familiaridad; las interacciones son más acogedoras, varios siendo inmunes al contagio psicológico, por lo que andan con más ligereza, no se ven tan aterrorizados por la vida ni tan sumidos en el tedio y el pánico.

Por ahora disfrutaré los días que me quedan de estadía en Bogotá (ante la amenaza de un inminente toque de queda) antes de regresar a la Florida, donde tenemos nuestra propia cuota de misticismo y teorías de conspiración, las cuales se concentran en la idea de que el gobernador, republicano, esconde muertos por Covid—quizá en el patio trasero de su casa. Pero como el demócrata Jared Moskowitz, director del Manejo de Emergencias en la Florida, le advierte a sus copartidarios “beware of spreading Covid-19 conspiracy theories that confirm your biases”, pues reconoce lo difícil que resultaría forjar muertes (Fineout, 2021).

Para todo aquel que quiera venir a Bogotá, como me dijo una amiga que conocí por estos días: “¡Bienvenido a Bogotá distópica!”.

P.S. al terminar esta nota pasé por el parque del barrio en la noche y vi cómo grupos enteros se divertían y regocijaban de la manera más humana posible, sin tapabocas y con sonrisas en sus rostros —quizá se debía a la clandestinidad de la oscuridad—.

Bibliografía

Fineout, Gary. (febrero 16 del 2021). Moskowitz issues warning to Democrats — DeSantis' rise

as 2024 contender — Florida legislators may consider curbs on emergency power. Político. https://www.politico.com/newsletters/florida-playbook/2021/02/16/moskowitz-issues-warning-to-democrats-desantis-rise-as-2024-contender-florida-legislators-may-consider-curbs-on-emergency-power-491754

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