El infernal viaje que tuve con el yagé

El infernal viaje que tuve con el yagé

"Borracho y sin dieta afronté uno de los viajes espirituales más hermosos. Lo arruiné. Mi indisciplina convirtió todo en un desastre

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marzo 16, 2021
El infernal viaje que tuve con el yagé

Me avisaron tarde, yo ya tenía un par de cervezas en la cabeza y todo el guarapo que se puede consumir en un fin de semana. Un amigo que siempre ha tenido coqueteos con la New wave y las drogas sicoactivas me convidó. Venía el taita Querubín directamente del Valle del Sibundoy. El lugar era un peladero en las afueras de la ciudad

—Por cuarenta mil pesos verás a Dios —me dijo mi amigo—. Yo, eterno rebuscador de nuevas experiencias, le dije que de una.

Nos subimos a las ocho de la noche, carretera destapada y luego autos multicolores estacionados a la orilla del camino. Un tipo mechudo que se parecía a Robert Plant me pidió cuarenta mil pesos en la entrada. Yo se los di. Entré, había una casucha de bahareque y después un terreno enorme sobre el que reposaban más de cien carpas. Parecía que en cualquier momento el poder del rock and roll haría su presencia. Pensé en armar un porro pero al ver a tanto niño jugando por ahí saqué la idea de mi cabeza por considerarla inapropiada.

—Además, —me dijo mi amigo—: acá no tendrás necesidad de eso.

La espera se hacía exasperante. Tenía la sensación de estar colado en una fiesta, entre ellos se conocían se abrazaban, se besaban, se dedicaban oraciones ancestrales. A mí esa vaina ya me empezaba a parecer muy cursi, quería tomar el bebedizo ese y largarme a mi casa a matarme solo los demonios. Decían que la toma se haría a medianoche, constaté con mi reloj, maldita sea faltaban más de dos horas.

Hacía frío. Todos tenían carpa y yo tan solo una pingüe camiseta que un político me había regalado en las pasadas elecciones. Era una de esas camisas chinas que a la segunda postura el cuello se convertía en un strapless. Trataba de darme calor envolviéndome en mis brazos pero ellos están cada vez más flacos, entonces tuve que hacer fila para que la hoguera me arropara. Allí un grupo de señoras comentaban las expectativas que tenían para esta sesión.

—Llevo tres días sin dormir, ese dolor me recorre la espalda, me nace desde acá —se señalaba la zona lumbar—. Y luego sube y se me queda guindada en el cuello como si fuera un mico invisible.

—Ay, no Susana, eso no se preocupe que no hay dolor que la medicina del taita no sepa curar.

Traté de buscar a mi amigo pero él había encontrado a alguien y al parecer esa muchacha tenía carpa y lo había invitado a entrar. Era yo contra las señoras. Hay hombres que son extraordinariamente hábiles para sacarles conversación a las viejitas pero yo era excepcionalmente torpe en ese campo. Me senté un tronco a calentarme, en unos pocos segundos dejé de escucharlas y me concentré en el poder del fuego.

No pude ver ninguna figura de ese fuego sagrado. Lo que si me sucedió fue que me encandelillé, miles de globitos azules se pusieron ante mis ojos, me los restregué y vi sobre una mesa cubierta de un mantel blanco el menjurje sagrado.  Eran  seis botellas de vidrio llenas de un líquido marrón bastante parecido al guarapo. Sí, eso era lo que íbamos a ingerir. ¿Por qué no empezar la fiesta de una vez?  Recordé entonces lo que decían los tomadores de remedio; que  había que esperar a la hora mágica, las doce de la noche y sobre todo esperar a que la gente siguiera llegando y le siguieran dejando sus cuarenta mil pesos al doble del vocalista de Led Zeppelin.

Y vaya que llegaba gente. Eran trescientas personas venidas de partes muy lejanas, Turín, San Petersburgo, Caracas, Sao Tomé, cada quien venía por una razón, cáncer, angustia, depresión, drogadicción. Yo no tenía ninguna pregunta para hacerle a la medicina, yo estaba ahí por puro placer estético. En la universidad solíamos ir al campo  a atiborrarnos de hongos, alguna vez en una fiesta una muchacha borracha me metió la lengua hasta la garganta, dándome un cartoncito de un ácido de marca Hoffman, pero esto de una toma colectiva de yagé, rodeado de viejitas cancerosas y bebés llorones era algo diferente.

El Taita se puso al lado de fuego y nos llamó. Las trescientas personas como borregos al matadero le hicieron caso a su pastor. Busqué con la mirada a mi amigo pero seguía encerrado en la carpa de la joven. Allí estaba yo, otra vez mirando al fuego.

—Mírenlo bien, el es el padre de todos ustedes. Cierren los ojos y pídanle cosas, pídanle todo lo que quieran obtener hoy de los dioses que nos van a estar mirando.

La gente cerró los ojos y pidió, como un niño soplando las velas en la torta de su cumpleaños, su deseo más imposible.

—Ahora vamos todos a la maloka, levanten la mano los que van a ingerir la medicina por primera vez.

Yo y unos cinco niños levantamos la mano.

—Vengan por acá —nos indicó el que parecía ser el brazo derecho del Taita Querubín.

Hicimos la fila, el ayudante nos explicó las contraindicaciones. La medicina tenía la capacidad de aflojar los intestinos.

—Lo ideal es que no hayan comido carne en las últimas veinticuatro horas y no haber ingerido licor en las últimas cuarenta y ocho para que la medicina no trate mal sus cuerpos.

Cerré los ojos y ni así dejé de ver los camarones que había tragado en mi paella, la espuma sabrosa de la cerveza negra, la marihuana entrando con fuerzas por mis pulmones.

—Lo que van a tomar es jalea de yagé. Es casi lo mismo pero no es igual.

No entendí. Quería tener ya al líquido cabalgando por mis venas, quería vomitar y después subir. Abrí la boca y me dieron un líquido dulzón, parecía Emulsión de Scott rendida con vino Sansón, tragué entero y me senté. Al lado había una muchacha muy joven de unos 16 años. A pesar de que todo estaba oscuro yo le veía como se le iluminaban los ojos.

“Debo estar trabado”, pensé.

Sentado decidí esperar. Llevaba toda la noche esperando. Definitivamente había tenido mejores viernes, esto no parecía una fiesta, ni un campamento de hippies hambrientos de sustancias sicoactivas. No, esto tenía la solemnidad de una misa o de una ceremonia vudú.

Los veteranos hicieron una fila enorme y bebieron el líquido. Casi que inmediatamente comenzaron a vomitar. Era de noche y todo estaba oscuro y lo único que se escuchaba era el sonido de trescientas personas vomitando, murmurando, quejándose, riendo. No era un buen lugar para estar.

Justo cuando empezaba a desesperarme sentí el mareo. Miré para el suelo y vi un camino hecho con saquitos rojos de bebé. Los pisé uno a uno, me alejé de la maloka y de la gente. Igual había más de uno por ahí escondido en la hierba pero no les presté atención. Por un momento el mundo había dejado de existir y solo estaba yo en él. Era un mundo perfecto. Me abracé, me senté. No sentía frío. Me sentía muy bien conmigo mismo, como si todo lo malo se hubiera ido. Miré al cielo y la luna logró salirse de dos nubes que la aprisionaban como dos manos gigantes y negras. Era una luna llena que brillaba para mí. De la maloka comenzó a sonar una música, parecía una de esas melodías que solían tocar hacía muchos años los faunos en el bosque. La música alentaba a las luciérnagas a salir de sus escondites incrustados en las piedras. Era una flotilla de luces danzando en torno a la guitarra y a la voz portentosa del Taita. Volteé a mirar a la maloka y allí estaban él, la Mama y su ayudante, sentados alrededor de una mesa como Jesús y sus apóstoles. Me levanté tambaleándome y fui hacia ellos. Me sentía feliz, eterno, sabio. Era un filósofo muy viejo que se compadecía de todos esos ignorantes que desaguaban por la boca lo que sus pobres intestinos eran incapaces de retener: ellos no merecían la sabiduría contenida dentro de la medicina.

A mí en cambio el yagé o su jalea me hablaba de tu a tu, no solo me trataba bien sino que me proporcionaba uno de los pocos momentos de felicidad plena que uno puede sentir en esta triste vida. No necesitaba ni hacer dieta ni dejar de beber. El yagé me aceptaba como uno de los suyos. El resto sufría porque no eran dignos.

“Todo es mental, nada es físico”, repetía como si fuera un mantra.

Me senté a ver  al Taita tocando su guitarra, una muchacha hizo lo mismo, se agachó para verlo mejor, abrió la boca y le vomitó en la túnica un líquido negruzco, Querubín en su infinita gracia le acarició el pelo y le ordenó sentarse. La apaciguó. El ayudante se levantó por un poco de agua y le limpió la túnica al taita, yo me hice al lado del ayudante. Le dije que me sentía muy sabio, que el yagé me hablaba, que había estado bebiendo mucho y que igual me vine porque yo no le tenía miedo a nada.

Tenía que estar hablando demasiado, hablar en una ceremonia de yagé o en una eucaristía es de muy mala educación. Dicen que puede desconcentrar e interrumpir el trance de la otra persona. El ayudante me preguntó si estaba preparado para tomar yagé, ahora sí yagé puro, yagé tigre, sacado de las entrañas del Putumayo, nada de jalea ni de esas mierdas que toman los primerizos sino la medicina purita.

—De una —le respondí—, pensando con alegría en que iba a volver a ver a todos esos duendes que alguna vez me acompañaron en la época de la universidad.

Me lo sirvió en una tacita que parecía la misma donde los japoneses toman su Sake. Me la bebí de un solo sorbo y esta vez me supo a vino. Decidí tomarla porque había tenido un record absoluto de no vomitar. Creo que desde el colegio no lo hacía. Me senté en una silla de plástico pero esta vez mi perspectiva cambió. La megalomanía había desaparecido. Machacado por una náusea estaba mi ego. Era inminente la vomitada, me levanté y fui a los baños. En la mitad del terreno estaban dos inodoros, una cortina roja los cubría. Vi claramente que no eran baños sino confesionarios. Arrodilladas estaban cuatro viejitas. Les vi sus piernas surcadas de varices hediondas a punto de explotar. Me repugnó tanto que vomité antes de entrar a los confesionarios. Cuando me arrodillé para vomitar comencé a sentir el dolor.

Era un dolor físico, como si de la tierra dos garras hubieran salido con el único fin de arañarme, de pellizcarme las tetillas, de arrancarme las verrugas. Era el dolor que sienten los condenados en el séptimo círculo del infierno. Todo había cambiado, la música era un lamento, todos gritaban, las viejitas jorobadas de mis pesadillas estaban ahora al lado mío, desnudándome, murmurando insultos en mis oídos. No sé con exactitud cuanto duró ese infierno, de lo que si estoy seguro es que duró mucho tiempo y cuando pude tener conciencia de quien era estaba nadando en un pozo que había hecho con la más pútrida de mis miserias.

Había pagado caro, muy caro la soberbia con la que había tratado a una planta. El yagé primero azuzó mi ego para después hacerme caer en los abismos insondables de mis propios miedos. En el amanecer la Mama me acompañó a bañarme. Me prestaron unas bermudas de palmeras de esas que dicen “Enjoy Cartagena”. Mis amigos se habían ido y a pesar de que todos habían escuchado mis gritos y habían sabido de mi “Accidente” yo me sentía tranquilo y santo. Tenía ganas de cambiar, de ser un hombre nuevo, un hombre cósmico, un hombre dispuesto a entrar de lleno a la vacua religión de la New wave. Era Simeón subido en una estalactita dándole de comer a los gusanos.

Me devolví a pie. En la bajada de la montaña el yagé todavía me hablaba aunque no entiendo muy bien que decía. Debería estar regañándome por mis malos hábitos alimenticios, por la perniciosa costumbre de acostarme tarde. Pensé en quitarme los zapatos y en andar descalzo, llegaría a azotarme la espalda y a rezar por los pecados del mundo.

De más está decir que las ganas de ser santo se me quitaron a los tres días. Lo que no me ha abandonado es la vergüenza infinita que sentí ante el espectáculo aberrante de nadar entre mis propias heces ante una multitud. Eso, eso es algo que no voy a olvidar jamás.

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