La ventanilla del taxi encuadra una escena ordinaria. Mirado de abajo hacia arriba el muchacho, forrado en botas con punteras metálicas, pantalones parafinados y chaqueta de cuero falso, trata de encender un cigarrillo. El viento de la tarde apaga la llama. El fumador baja la cabeza convertida en una cresta amarilla y arquea los hombros para formar una concha. Cuando la humareda anuncia el fuego, el punkero exhala, vuelve su rostro a la luz, se inclina a la derecha y le sonríe a la vecina. Entonces la vecina, que ha estado de espaldas al taxi, gira a la izquierda y le habla al punkero. No puedo escuchar su voz ni leer sus labios pero sí recuerdo su nombre. Cuando intento bajar el vidrio para hablarle a la que vende minutos, dulces y tabacos ya el taxista ha remontado la avenida La Playa de Medellín e intenta pasar los tres semáforos en línea antes de que la luz roja lo detenga.
En la corriente de buses, motocicletas, camionetas y bicicletas que me arrastra hacia la orilla occidental del río, la voz de la vecina se me hace nítida. Viene desde una mañana de sábado del 2006 y acude lenta como si hablar fuera acunar cada palabra. Mi casa es en tablitas, dice la vecina. El zinc es malito, se moja todo cuando llueve, se mojan las camitas, cuenta la vecina. El piso es de tierra, sigue la vecina. Tengo todo junto ahí, describe la vecina. En la cocina tengo un fogoncito, un locerito con muchos platicos y pocillitos de plástico, recuerdo que narró la vecina mientras que yo me arrullaba con su voz hecha terciopelo para narrar las desgracias.
Después de hablar, escribió sin pausa. Cuando un lápiz recién tajado le recordó las delicias de la escuelita rural de Frontino donde su abuela era maestra, la vecina se deshizo en líneas, en páginas. “Los caminos eran como canelones, feos, entre el monte. Los canelones son caminos hondos en los que uno se podía esconder. Por esos caminos se caminaba difícil… Era de noche… Traíamos una maleta café, vieja, achuchurrada. Yo la mantenía con cosas arrumadas. Al no haber más, nos tocó usarla. La metimos dentro de un costal para subirla al bus. Y después nos subimos nosotros… En todo ese viaje yo me sentí muy triste, yo lloraba. Si así fue el día que nos vinimos cómo sería después. Es que todavía tengo esos recuerdos patenticos y lloro”, escribió.
Ahora escucho su voz al fondo, veo sus letras azules, redondas y grávidas en un cuaderno de rayas simples y las comparo con los tipos uniformes que dieron carácter a Jamás olvidaré tu nombre, el libro que se convirtió en el primer coro de las víctimas en Medellín. En él, mujeres como la vecina hicieron de la oralidad de la violencia escritura de la historia; ofrecieron sus nombres como testigos carnales de un país que también requiere relatores capaces de dar fe de lo acontecido y de decir como ella: “Yo, Luz Amparo Vásquez, vivía en la vereda El Oso, municipio de Frontino… era un lugar muy tranquilo, se veía todo en paz hasta que…”. Y hacerlo saber con tal serenidad y certeza que uno como aquel que le compra tabacos quiera, además de sonreírle, abrazarla impulsado por un deseo genuino de amarla, de acompañarla en el dolor.
Jamás Olvidaré tu nombre fue publicado en el año 2006 por la Alcaldía de Medellín. En él Luz Amparo Vásquez se presenta como Mujer con ilusión.