Fue muy sabio Marco Aurelio Almazán, el escritor, humorista y diplomático mexicano, cuando dijo que: “la política es el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa”. Si se analiza muy bien este agudo pensamiento –que, dicho sea de paso, se ajusta a lo que realmente está viviendo un mundo idiotizado–, pues se llega a la conclusión que entre menos conozca la gente a sus referentes políticos, es mucho más fácil tenerla contenta en medio del engaño. Al menos eso creo, cuando analizo cómo se vive en sociedades atrasadas –esas que hacen méritos suficientes para vivir siempre aletargadas–, en donde cualquier discurso sirve para creer que la solución está en el que logra difundirlo. Precisamente, dicho convencimiento popular mantiene con vida el espíritu mesiánico de Gustavo Petro: hasta el momento no se han interpretado sus verdaderas intenciones.
No voy a negar –sí, tengo que reconocerlo– que muchas de las cosas que dice a diario son ciertas: a Colombia la vienen manejando desde hace dos siglos como una finca. Tampoco voy a desconocer que como senador ha sido un cuadro, un hombre que le ha cantado la tabla a los corruptos de este país, y que desde que se desmovilizó del M-19 ha vivido acorde a uno principios del honor y el respeto. Sin embargo, Petro se las trae, y ha esperado el momento preciso para engatusar a la gente con un discurso progresista que, aunque se muestra democrático, promueve la lucha de clases. Lo suyo no es el accionar del hombre que pasa a la historia como el gran estadista de una nación –ese que sabe cómo maniobrar el bote en medio de la tormenta–, sino simplemente el proceder del caudillo que sale a enardecer la plaza y trastocar las cosas sin ver a futuro las soluciones inmediatas.
Si es elegido presidente, al menos eso se proyecta, qué va a hacer cuando nuestra endeble economía se venga a pique. No ha sido elegido, pero ya le declaró la guerra a la banca privada y a los ricos de este pueblo bananero. Muchos de estos grandes empresarios, al ver sus políticas económicas, dejarán de invertir en el país y, acto seguido, harán todo lo posible para torpedear su propuesta de gobierno. Su asistencialismo social no salvará a la gente del desempleo, las calles se enardecerán y se protestará sin cesar: unos a favor de los mismos de siempre, y otros –contentos con los subsidios ofrecidos– lo apoyarán a muerte. Tendrá que ver cómo el caos se hace presente en cada día de su gobierno, hasta que un golpe militar lo tumbe y justifique su medida con el apoyo de la gran nación del norte. Realmente la gente no ve esto, simplemente sueña con el romántico discurso petrista.
Así como no comulgo con las ideas del líder de la Colombia humana, tampoco le creo al oficialismo político que hoy nos domina, ni mucho menos me le arrodillo al discurso de los fajardistas. Pero creo que nos ha faltado visión para comprender el presente siglo, permitiendo que la desigualdad nos domine y sea un motivo para enfrascarnos en una lucha de clases que nos puede lastimar fuertemente. Para nuestra realidad se necesita un hombre que visualice el progreso, convenciendo a los que más tienen de su papel social, pero sin dejarlos relegados porque harán todo lo posible para encrudecer al país en la polarización que ya no nos es ajena. Si Petro quiere ser presidente no puede hacerle la guerra a los que no lo quieren: debe ser más inteligente. Pero a él no le importa agradarles a sus contrarios, puesto que en el fondo de su discurso está el deseo enfrentarlos como sea, así el país se vuelva una copia de lo que fue su tristemente paso por la alcaldía de Bogotá.